viernes, 17 de octubre de 2014

El espejo de Tlatlaya


16 DE OCTUBRE DE 2014 
ANÁLISIS

Las marcas de los disparos en Tlatlaya. Foto: Miguel Dimayuga
Las marcas de los disparos en Tlatlaya.
Foto: Miguel Dimayuga
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Imposible e inadmisible minimizar la trascendencia y significación de la matanza de Tlatlaya perpetrada por integrantes de las Fuerzas Armadas, así como los hechos que la sucedieron. La portada de Proceso 1978 que muestra un muro de ladrillo gris con dos impactos de bala y dos manchas de sangre es la representación simbólica de un país en descomposición en el que la violencia ha alcanzado niveles demenciales de crueldad, sin límites ni control, producida no sólo por los criminales, sino también por quienes tienen la responsabilidad de velar por la seguridad de la población. Tlatlaya es un espejo del México actual.
En el espejo de Tlatlaya están reflejados los múltiples rostros de un país consumido por la violencia y los vicios ancestrales del autoritarismo, que busca renovarse a contracorriente de los avances democráticos: la ausencia de un auténtico estado de derecho, la manipulación política de la ley, el encubrimiento, la impunidad selectiva, la corrupción de la política, la connivencia del crimen organizado con las autoridades, la tensa complicidad entre el poder civil y las Fuerzas Armadas, el engaño y el control de la información operados desde la Dirección General de Comunicación Social de la Presidencia, la hipocresía de la “responsabilidad compartida” entre México y Estados Unidos en el combate al narcotráfico, la apuesta al olvido del horror ya cotidiano. En suma, la vesania del poder.
Los hechos son conocidos para los lectores de este semanario. Es la madrugada del 30 de junio en el poblado de San Pedro Limón, municipio de Tlatlaya, Estado de México. Un grupo de militares se enfrenta a una banda de presuntos delincuentes que estaba dentro de una bodega vacía. El saldo: 22 muertos. La Secretaría de la Defensa Nacional, la Procuraduría General de la República y el gobierno del Estado de México informan que “el Ejército, en legítima defensa, abatió a los delincuentes”. La versión oficial es desmentida por reportajes de Associated Press, así como de Esquire México y Proceso (1977, 1978, 1979). Todo indica que se trató de un fusilamiento extrajudicial cometido por el Ejército.
El ocultamiento de la verdad duró casi tres meses, hasta que el 19 de septiembre el Departamento de Estado de Estados Unidos solicitó al gobierno mexicano una explicación acerca de los hechos sangrientos de Tlatlaya. Entre otras muy sensibles cosas, están en juego los 148 millones de dólares aprobados por la Cámara de Representantes el pasado 24 de junio para el combate al crimen organizado en México que, en el marco de la Iniciativa Mérida, se deben aplicar con total respeto a los derechos humanos. Sin esa garantía, el Senado estadunidense podría ordenar la supresión parcial o total de dicho financiamiento. A consecuencia de esa presión, el 25 de septiembre la Sedena dio a conocer la consignación ante un juez militar de ocho participantes en la acción, un teniente y siete soldados, acusados de “desobediencia” e “indisciplina”, así como de “infracciones a deberes militares” en lo que atañe al teniente.
No obstante, el hermetismo y la incertidumbre siguen nublando los hechos de Tlatlaya, al tiempo que aumenta la justificada sospecha de que hubo un intento del gobierno del presidente Enrique Peña Nieto por “enfriar” los hechos para condenarlos al olvido. Para ello, el Ejecutivo dispone del control de las instancias judiciales, y cuenta con la sumisión cómplice de la mayoría de los medios informativos, empeñados en minimizar lo que las evidencias muestran como una despiadada masacre perpetrada por militares, en clara violación de los derechos humanos.
La desaparición forzada de 43 estudiantes normalistas ocurrida la noche del 26 de septiembre en Iguala, Guerrero, representa una continuación de la barbarie cotidiana que nos oprime. A diferencia del caso Tlatlaya –un acontecimiento de orden federal que pone bajo sospecha la integridad del Ejército–, el de Ayotzinapa involucra autoridades estatales y municipales coludidas con el crimen organizado. Ambas atrocidades exigen investigaciones y condenas justas y transparentes, no encubrimiento e impunidad, como empieza a ocurrir en el primer caso.
Es innegable la gravedad de lo ocurrido en Iguala, e indispensable que se determine si los 28 cadáveres calcinados y fragmentados hallados en fosas clandestinas corresponden a los 43 normalistas desaparecidos. Las autoridades se niegan a dar cualquier información mientras no terminen los peritajes, que podrían durar varias semanas. También es forzoso encontrar y castigar a los culpables, así como investigar a fondo los nexos entre los presuntos responsables, que ocupen cargos públicos tanto en el municipio de Iguala como en el gobierno de Guerrero, con el crimen organizado. Lo que no es admisible es que una barbarie sirva para ocultar la otra.
Como lo ha denunciado el director para las Américas de Human Rights Watch, José Miguel Vivanco, en lo que respecta a Tlatlaya hay dos delitos por investigar: el de la masacre y el del encubrimiento de los responsables.
Todas las evidencias confirman que miembros del Ejército fueron los autores materiales de las ejecuciones extrajudiciales. Siete soldados y un teniente ya fueron consignados por un tribunal militar. Sin embargo, la PGR tiene la obligación de investigar la existencia de una responsabilidad jurídica e intelectual entre los mandos superiores del Batallón 102, cuyo historial criminal ha sido documentado en la edición 1979 de Proceso. Ya no estamos para batallones de la muerte, pero la PGR sigue dependiendo de la Presidencia de la República, lo que hace improbable que dicha investigación prospere.
Es ahí donde empieza el encubrimiento: primero al interior de las Fuerzas Armadas y, de manera paralela, con la evidente estrategia de Los Pinos de minimizar la gravedad de los hechos al punto de ocultarlos al máximo aprovechando el impacto mediático de los suscitados en Iguala, que parecen haber venido como anillo al dedo al gobierno de Peña Nieto para distraer la atención sobre Tlatlaya.
Ello no sólo es inadmisible desde el punto de vista jurídico, político y ético, sino que además es contrario al interés y a la buena imagen de las Fuerzas Armadas que supuestamente se quiere resguardar. El Ejército sigue siendo la institución de mayor respeto y credibilidad en México, pero al mismo tiempo es la que ostenta el mayor hermetismo, lo cual ha propiciado abusos e impunidad y mina la respetabilidad que exige su alta responsabilidad constitucional.
Ante un hecho de tal gravedad como el ocurrido en Tlatlaya no basta con anunciar que el Ejército Mexicano se va a integrar a las fuerzas de Paz de Naciones Unidas. Tampoco resulta satisfactorio para la opinión pública nacional e internacional tratar de borrar el asesinato de 22 jóvenes, sin juicio ni piedad alguna, mediante la detención de ocho militares de bajo rango. El caso Tlatlaya reclama que la justicia militar y la civil cumplan cabalmente con la responsabilidad que les confiere la Constitución.
La inercia autoritaria está actuando en contra del interés del Ejército, del Ejecutivo y de la nación. Es preciso rectificar para poner fin a la vesania del poder.

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