sábado, 22 de junio de 2013

Cuentos de hadas y pulgas. Jaime Avilés




 
Interesado en descubrir nuevos horizontes en busca de nuevas aventuras, viajé al estado de Puebla para conocer un terreno que hasta hace poco tuvo una clara vocación agrícola. Su antiguo propietario cultivaba simultáneamente tres milpas, de modo que mientras cosechaba el maíz y la verdura congénita de una, regaba la otra y sembraba la tercera. 

    Cuando terminaba la recolección de la primera, su hato de 500 cabras entraba a limpiarla mediante la devoración de la hierba hasta que desaparecían los últimos vestigios de clorofila. En otras palabras, en sus tierras siempre había jilotes, elotes y olotes (los jilotes son las plantitas verdes que no le llegan a uno ni a las rodillas y olotes se llaman las mazorcas ya desgranadas). 

    La bonanza del minifundio habría sido impensable sin la sabiduría y la tenacidad de su extinto dueño, pero éste no habría sido capaz de producir alimentos con tal eficacia si no hubiera contado con los beneficios de un sistema de riego que aún existe. 

    Por algunas horas me imaginé tocado con sombrero de paja, calzado con huaraches y munido de un machete, una hoz y un martillo, no organizando un partido político sino desbrozando el terreno para volver a sembrarlo y construyéndome una casa de adobo, un gallinero, un criadero de conejos y una pileta. 

    Desde luego, no haría todo el trabajo pesado yo: compraría terneras venidas menos para engordarlas intensivamente y, una vez que hubiesen concluido su labor y estuviesen bien ponchadas, las vendería en pie o en canal, según las fluctuaciones del mercado, y con las utilidades repondría el hato de cabras. 

    El ensueño se desvaneció cuando al final del recorrido mi guía empezó a hablarme de números. Por principio de cuentas, su oferta no abarcaba todo el terreno (pues dividido en fracciones pertenecía a sus numerosos hermanos) sino apenas tres hectáreas. ¿Y en cuánto me las dejas?, pregunté ya sin curiosidad. 

    Mira, me dijo, considerando que es tierra fértil, que tiene sistema de riego y que por aquí no hay Zetas, estaríamos hablando de 60 mil pesos. Mamma mía, pensé, 180 mil pesos, más los gastos del notario, más la hoz y el martillo... bajita la mano serían 200 mil pesos, sólo para abrir boca. 

    Pero la ilusión renació en mí como renacen las notas del bolero más cursi en la caja de resonancia de una guitarra, cuando el hombre, observando mis silentes tribulaciones aritméticas, me aclaró: Por las tres hectáreas serían 60 mil pesos en total.

    Esa noche, de regreso a la ciudad, un amigo me invitó a una degustación de brochetas coreanas en un salón del hotel Nikko, que ya no se llama así, pues ahora es un eslabón más de la cadena Hyatt, si bien conserva sus restaurantes japoneses.

    Las brochetas, en realidad, eran simple carnada que la firma sudcoreana Samsung usó para atraer a representantes de instituciones educativas e incitarlos a adquirir sus flamantes pizarrones de última generación. Éstos miden 65 pulgadas, tienen 100 mil horas de vida útil, así como una membrana adherible que le permite al profesor dar clase escribiendo y borrando sobre la pantalla con la yema del dedo. Además, se conectan a Internet, realizan todas las funciones de una computadora y pueden enviar datos de imagen y sonido a las tabletas que los alumnos lleven a clase en sustitución de los anacrónicos cuadernos.

    ¿Cuánto cuesta un pizarrón inteligente de 65 pulgadas? 80 mil pesos. ¿Cuánto tres hectáreas de monte en Puebla? 60 mil. Ah, ¿y las tabletas? Poco más de 10 mil. De pronto se hizo la luz en las tinieblas de mi cerebro y comprendí lo que significa el concepto “valor agregado”. 

    Para colarme al aquelarre de Samsung, como de momento carezco de credenciales de periodista, me vestí con elegancia casual y me anuncié como profesor del ITAM. “Ay, usted da clases en el ITAM”, dijo la edecán de la puerta que tramitó mi ingreso. “Yo estudié en el ITAM. ¿Qué matería da?” “Teoría del Estado...” “Híjole, maestro, qué padre. ¿Y de cuál de los tres?”, añadió. “Ya ve que hay estado líquido, sólido y gaseoso.”      

    Dentro ya del salón me adherí al grupo en que mi amigo hablaba con otros hombres de negocios. En menos de lo que bala una cabra, me enteré de tantas cosas... Que el Banco de Bilbao Vizcaya y Argentaria (BBVA), propietario de Bancomer, vendió sus (o más bien nuestros) fondos de ahorro para el retiro (Afore) a Banorte en mil 735 millones de dólares.

    La operación se cerró el 9 de enero pasado, y según esto, los usureros vascos se deshicieron del menos rentable de sus negocios en México, porque necesitaban liquidez para tapar hoyos en el queso gruyére en que se ha convertido la economía española.

    Órale, me dije, así que los japoneses vendieron el Nikko a Hyatt, y los vascos las afores de Bancomer al monopolio de las tortillas de harina de maíz. Eso no es todo, intervino otro contertulio, el Grupo Planeta acaba de comprar la editorial Tusquets. ¡No! ¡No!, exclamó mi voz interior horrorizada, porque Planeta engulló hace años la editorial Joaquín Mortíz y la borró del mapa.

    ¿Desaparecerá Tusquets, que hoy por hoy, hace los libros más hermosos que circulan en el mundo de habla hispana? Ahí están los grandes maestros de la novela policiaca: todo Simenon, todo Mankell, algunos de los mejores títulos de Qiu Xiaolong, y entre los mexicanos de mi generación tienen a Agustín Ramos y a las mejores voces de la literatura del norte, como Élmer Mendoza (Culiacán), Luis Humberto Crosswhite (Tijuana), o Cristina Rivera Garza (Matamoros), por no mencionar que auspició recientemente el debut como novelista de la actriz Lisa Owen.

    Y de pronto me asaltaron las preguntas existenciales. Si el Hyatt se comió al Nikko, Banorte a Bancomer y Planeta a Tusquets, ¿debo comprar tres hectáreas en Puebla y dedicarme a la explotación de la cabras? ¿Me mirará con extrañeza el médico o se reirá de mí la gente sencilla cuando diga que produzco cajeta? 

    Por suerte, mis tribulaciones se disiparon esa noche no bien empecé a leer Nación TV. La novela de Televisa, el nuevo libro de Fabrizio Mejía Madrid, que cuenta la historia de una poderosa estirpe de malvivientes --los Emilios Azcárraga-- ante quienes los Corleone y los Soprano parecen encantadores boy-scouts. 

   Prometo una reseña crítica en breve, pero si me refiero a esta obra, que todavía no termino de leer, es para decirles que corran a buscarla antes que Grijalbo la reimprima, porque al paso de las décadas los ejemplares de la primera edición de un título famoso, como sin duda será éste, multiplican exponencialmente su valor.

    Hace dos años, José Emilio Pacheco pagó 25 mil pesos por un volumen de la primera edición de Astillero autografiado por Juan Carlos Onetti. Y según el marchante que me lo dijo, había otro ejemplar, éste sin la firma del genial uruguayo, que estaba dispuesto a malbaratar en cinco mil pesos. 

    Moraleja Uno: si compro la tierrita y se instala cerca una minera canadiense en pos de oro, me rentarán la hectárea a 20 pesos anuales, como gracias a Fox, a Calderón y a Peña Nieto, sucede en más de la cuarta parte de un país cuyo Presidente no sabe leer ni escribir y dijo que ya ha “suscribido” acuerdos para privatizar los yacimientos petroleros que son propiedad de la nación. 

    Moraleja Dos: mientras la educación del pueblo esté a cargo de Televisa y el gobierno en manos de analfabetas, no produciremos objetos electrónicos de 65 pulgadas que valgan más que tres hectáreas de buena tierra, porque los que se robaron el poder para chuparnos hasta la última gota de sangre, piensan que las pulgadas son las pulgas que se les suben a las hadas. @Desfiladero132

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