domingo, 8 de enero de 2012

El peligroso 2012. Rolando Cordera Campos


Protestas en Atenas


El mundo vivirá este año una temible paradoja, nos advierte el Financial Times: mientras más cooperación global se requiere para encarar una crisis que parece interminable, menos podrán los liderazgos satisfacerla. Podríamos agregar: mientras más reclaman protección y ayuda las ciudadanías, menos se atreven los gobiernos a ofrecerlas sin imponer incrementos en los costos internos, políticos y sociales, mediante más recortes y más impuestos.

Así, de Beijing a Washington pasando por Berlín y París, con alguna parada en Moscú, el planeta se acerca a momentos decisivos en los que las secuelas de las crisis financiera y económica desatadas en 2008 podrían devenir crisis políticas de grandes proporciones, cuyo despliegue e inciertas implicaciones no harían sino potenciar los daños provocados por los derrumbes de hace más de dos años. La distancia entre la imagen de neutralidad y soberanía del Estado y sus prácticas, dominadas por los mercados financieros y sus intereses enfeudados, se hará más grande y la brecha social más honda.

En la misma perspectiva, como lo comentara Adolfo Sánchez Rebolledo el jueves, Dominic Sandbrook se pregunta en el Daily Mail londinense si no se acerca el mundo al espectro de 1932 y si no resurgirá el fascismo en 2012. Por su lado, si bien puede decirse que técnicamente Estados Unidos abandonó la recesión del 2009, lo cierto es que ese país vive una abierta crisis de desempleo que el cerco republicano sobre Obama y las finanzas del Estado no ha hecho sino agravar. Ahí también puede haber no sólo violencia sino sangre, mientras el encono mayoritario se acentúa con la falta de empleo y el desamparo, y la riqueza se concentra.

Los días que vienen recordarán a muchos la dura década de los años setenta del siglo pasado, cuando el mundo avanzado encaró el estancamiento con inflación y los primeros shocks petroleros. Fue entonces cuando emergió la revolución neoliberal liderada por unos conservadores que no querían conservar nada del gran pacto social de la posguerra, y el mundo se enfiló a una globalización que no quería reconocer frontera alguna.

Hoy, topamos con los nuevos muros de una política democrática renuente a abrir senderos de cooperación y solidaridad y es por eso que hay que ver más atrás de aquel turbulento decenio. Puede sonar exagerado, pero no sobra atender al llamado reflexivo que desde las muy encontradas trincheras británicas se nos hace: lo que está en juego no es el ajuste, por más necesario que sea o les parezca a unas elites obsesionadas con el equilibrio fiscal y el pago de una deuda cuya magnitud en gran medida se explica por su desenfreno, sino la estabilidad del sistema político que emergiera con los grandes cambios mundiales de fin de siglo y no ha podido digerir el desafío que la globalización lanza a la democracia y el desarrollo. Poco ofrece hoy el G20, cuyos titubeos se han vuelto rutina con sabor a nada, como lo sugiriese Jorge Eduardo Navarrete en estas páginas.
Si el más audaz experimento de globalización “buena” hace agua por todos lados, del Atlántico al Cáucaso, ¿Qué podemos decir, que se obstina en presumir tontamente de un blindaje que todos saben puede probarse incapaz de resistir los choques y reverberaciones que produzcan los epicentros ampliados del mundo rico?.

Lo peor es insistir en el mito de un desacoplamiento que incluso en Asia y en particular en China se prueba cada día más inalcanzable. Atenerse a las ganancias de exportación que determinan las demandas de materias primas o de bienes intermedios y finales ligados al consumo de las capas medias de los países desarrollados, puede de repente revelarse como una nueva “pesadilla de Prebisch”, quien advirtió en su tiempo sobre la vulnerabilidad estructural de formas de crecimiento económico de ese estilo.

Sin embargo, la vocación al autoengaño ha reaparecido en América Latina y, de seguir las cosas como van, nuestras pretenciosas democracias pueden toparse pronto con nuevos sobresaltos provenientes de la economía global: nos pondríamos así al día en cuanto a las paradojas y crueldades de una globalización sin orden ni concierto.

Por otro lado, ha sido en esos centros acorralados por la crisis donde se ha detectado lo que podría convertirse en el hilo de Ariadna para salir del laberinto. ¡Es en la desigualdad!, han gritado y argumentado los indignados, donde está el huevo de la serpiente que amenaza al mundo de hoy, global y ambicioso, con grandes destrezas y conocimientos acumulados y en gestación; pero, a la vez, profundamente injusto y organizado en Estados asediados por sus propios fantasmas y, por ello, indispuestos para encabezar los cambios de estructura y cultura indispensables para redescubrir las bases de una política democrática que, en más de un sentido, debe entenderse como planetaria.

Convertir el célebre “99%” de los ocupantes de Wall Street en un contingente capaz de superar las inclinaciones y convocatorias a la violencia que se oyen por doquier, podría ser el paso inicial de una nueva política de paz y reconstrucción, sin tener que pasar por una guerra suicida, como ocurrió en la primera mitad del siglo XX.

Pero la dificultad y el peligro están por delante. Y nada lejos.

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