lunes, 25 de julio de 2011

Defensores de derechos, las nuevas víctimas del narco

Blake y Solalinde. Vulnerabilidad. Foto: Octavio Gómez
Blake y Solalinde. Vulnerabilidad.
Foto: Octavio Gómez
MÉXICO, DF, 22 de julio (apro).- La presencia del crimen organizado, el aumento de sus ganancias y la impunidad con que algunos cárteles han actuado en el país se han presentado, como la mayoría de los mexicanos lo ha percibido–, desde que Felipe de Jesús Calderón Hinojosa declaró “su guerra” al narco.
Los cárteles más perseguidos por el gobierno federal han sido Los Zetas y La Familia (este último hoy ramificado en Los Caballeros Templarios). En paralelo, la violencia en México y sus manifestaciones se han ido diversificando. De los decapitados se pasó a los desollados o, incluso, quemados vivos.
Todo mundo habla del narco, los periodistas se han convertido en especialistas en el tema, los investigadores cada día ponen mayor atención, el ama de casa, los tenderos, los encargados de gimnasios, mueblerías o cualquier tipo de negocio, pueden sostener una conversación en torno a El Chapo Guzmán, los Arellano Félix, Los Zetas, el cártel del Golfo (o CdeG, como los llaman en algunas zonas del país).
Cualquier mexicano que lea la prensa o escuche la radio puede, sin excepción, hablar de “la maña”, “los narcos”, “los malitos”.
Pero de lo que no se habla es de cómo la violencia desbordada en México se ha trasladado justamente contra quienes defienden la vida misma, a quienes se han dedicado a defender a los más indefensos: los migrantes.
Estoy hablando de los defensores de derechos humanos de los migrantes, en su mayoría activistas de centros, casas y albergues encabezados por religiosos con el apoyo de comunidades de base y laicos.
Resulta impactante cómo de la mano de la violencia, el repunte de la criminalidad y presencia del crimen organizado han escalado el hostigamiento y agresión hacia quienes trabajan en dichos centros humanitarios.
Las cifras no engañan. Durante el sexenio de Vicente Fox, los albergues destinados a brindar apoyo emocional, de alimentación, vivienda y sobre todo seguridad de su vida, fueron atacados en forma esporádica: una en 2004 y otra en 2005. Ningún ataque se tiene registrado en 2006.
Lo contrario se observa desde que Felipe de Jesús Calderón Hinojosa declaró “su guerra” contra el crimen organizado: estos centros se convirtieron en blanco ya no sólo de policías locales, federales o agentes de migración, sino también de diversos cárteles. El caso más emblemático ha sido el ataque de Los Zetas.
Y también emblemática es ya la figura del padre Alejandro Solalinde, cabeza del albergue “Hermanos en el Camino”, en Ixtepec, Oaxaca.
Así, para hablar de los abusos contra migrantes y los defensores de los derechos humanos el padre Solalinde es referente.
Un ejemplo es cómo, en julio de 2010, debido a que un grupo de 20 extranjeros hondureños solicitantes de la condición de refugiados permanecían en el albergue “Hermanos en el Camino”, miembros de la delincuencia organizada atacaron en dos ocasiones el lugar con la intención de secuestrar a los indocumentados.
En diciembre de ese mismo año, uno de los tantos integrantes del cártel de Los Zetas fue detenido; su declaración ministerial fue videograbada y transmitida por Televisa, ahí, el presunto criminal decía que ante las bajas del cártel –supuestamente debido a la persecución del gobierno federal–, estaban reclutando nuevos miembros, sobre todo entre los indocumentados, razón por la que atacaban albergues o casas del migrante.
Pero este tipo de centros no sólo es atacado por el crimen organizado reconocido, también por el no reconocido oficialmente y el cual integran los las distintas corporaciones policiacas.
Recientemente, el Instituto Nacional de Migración (INM) dio a conocer cómo algunos de sus agentes habían detenido a centroamericanos migrantes y los habían vendido o entregado a cárteles de la droga.
En su informe de Movilidad Humana, al que pertenecen los albergues dirigidos por religiosos, consideraron urgente que las autoridades diseñen “un documento de identificación que evite que los policías municipales de los estados fronterizos continúen asaltándolos, violentando sus derechos humanos y vendiéndolos (a los migrantes) a los miembros de la delincuencia”.
En este entramado de complicidades, los albergues y su personal han sido objeto de acusaciones tan absurdas como el de dedicarse a la trata de personas, de ser señalados por las propias autoridades, incluyendo un Congreso local (el de Coahuila), de “dar albergue a asesinos”, y por lo mismo desacreditar su trabajo.
Otros, aún peor, como el caso de Raúl Mandujano, director de Atención a Migrantes en Chiapas, han sido acusados de pertenecer a la delincuencia organizada, todo para no investigar su muerte, luego de que en 2008 desapareció y fue encontrando sin vida tiempo después.
Está también el caso del padre Heyman Vázquez, de Arriaga, Chiapas, quien fue acusado por agentes federales de ser traficante de personas. Y a esto hay que sumar las innumerables amenazas de muerte en contra de los miembros de un centro o albergue, por no entregar al crimen organizado a los migrantes que acuden en su ayuda.
Y por supuesto el hostigamiento diario de casas de migrantes que son vigiladas las 24 horas por hombres armados en camionetas y a quienes, a pesar de ser denunciados, las policías no hacen nada.
En el México sangriento de Felipe Calderón, los defensores de los derechos humanos de los migrantes también están siendo atacados, justamente porque el crimen organizado quiere reclutar gente desesperada que migra de su país en busca de una mejor condición de vida.
En el México rojo que Calderón explotó, los defensores de los derechos humanos de los migrantes son estigmatizados. En más de una ocasión he escuchado de integrantes del Ejército que la delincuencia organizada ha infiltrado a los defensores, que los manipula y que éstos terminan ayudando a los delincuentes.
No lo podría asegurar, pero tampoco dudaría que el crimen organizado pretendiera hacer lo que los militares señalan; de ser así, en lugar de satanizarlos, las autoridades deberían proteger aún más a esta gente que tiene un corazón tan grande y que su trabajo es ayudar al necesitado (de amor, de seguridad, de certeza porque hoy no va a morir de hambre o va a ser abusado).
Hay un caso de una defensora de derechos humanos, encargada de un albergue que en 2010 hospedó “en su casa, no en el albergue”, a una extranjera luego de que ésta le asegurara que era víctima de violencia intrafamiliar.
Días después, la defensora encontró entre la mochila de la migrante los documentos personales de ella y de su familia (pasaportes, actas de nacimiento, etcétera), y también se enteró que la mujer era pareja de un miembro de la delincuencia organizada. Por esta razón, la indocumentada decidió salir del país, exiliarse.
Las casas o albergues de los migrantes, sus promotores y trabajadores, deben, sin duda alguna, ser protegidos, si no por las autoridades (que tienen la obligación), por lo menos por la ciudadanía. Es igualmente un asunto de humanidad, de solidaridad, de amor que tanta falta le hace a este país lleno de muerte y negación.
Comentarios: mjcervantes@proceso.com.mx

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