viernes, 4 de marzo de 2011

LA BELLEZA INTRÍNSECA DEL AGUJERO

Por Jorge Wagensberg

LA VIDA come vida. El mundo está hecho así. La ilusión de todo ser vivo es seguir
vivo y la regla, desde una medusa del cámbrico hasta un ciudadano moderno es: comer
y no ser comido. Seguir vivo no es fácil porque lo más cierto de este mundo es que el
mundo es incierto. El mundo está hecho así. Cuando la incertidumbre aprieta, el ser
vivo afina dos grandes funciones: la capacidad de anticipación y la acción. La
percepción del mundo exterior, la inteligencia y el sistema inmunológico, por
ejemplo, son estrategias de gran prestigio a la hora de anticiparse a la incertidumbre
del entorno. Para actuar en consecuencia, existen dos grandes alternativas, cambiar el
entorno (la tecnología) o cambiar de entorno (la movilidad).
De los cinco reinos del mundo vivo, los animales son sin duda los que más lejos
llegan cuando se trata de anticipar y de actuar. Bacterias, hongos, protistas y plantas
se las arreglan con poca inteligencia, inmunología y tecnología. Estas prestaciones
parecen requerir sobre todo una cosa: capacidad de sufrimiento (en el sentido de sentir,
no de resistir). ¿Por qué se sufre? Sufrir es un estímulo que la selección natural ha
favorecido como aviso eficaz de que algo va mal entre un animal y la incertidumbre
que le rodea. Dicho de otro modo, los animales que accedieron a la existencia sin
sensibilidad para sufrir ya no están en ella. Por la misma razón, no quedan animales
inapetentes en el paisaje (se han muerto de hambre por falta de hambre). ¿Por qué
habrían de abandonar la seguridad de un refugio y despilfarrar energía en busca de
alimento? El sufrimiento es, al parecer, un requerimiento de la alta complejidad que
resulta de una alta incertidumbre ambiental. Hasta aquí, el mundo es así porque así
está hecho.
Pero todo cambia con la emergencia del conocimiento abstracto: el mundo ya no es así
porque así esté hecho. El filtro ya no es la selección natural. Ahora se impone la
decisión de un animal altamente cualificado para anticiparse y para controlar su
incertidumbre más o menos inmediata. La cultura maneja el resultado de miles de
millones de años de selección natural, al tiempo que la deja obsoleta. Pero el objetivo
continúa siendo el mismo: regular la incertidumbre. El fuego, introducido al parecer
por el Homo erectus ahorra más sobresaltos de los que provoca. La agricultura y la
ganadería sirven para reducir las fluctuaciones de la incertidumbre de cazadores y
recolectores. El dinero sirve para amortiguar las azarosas desventuras de la economía
de trueque. La investigación médica sirve para suavizar la trascendencia de accidentes
e incidentes. La red de depósitos subterráneos de una ciudad sirve para neutralizar los
excesos de las lluvias torrenciales... Progresar equivale, para muchos y en muchos
sentidos, al dominio de la incertidumbre ambiental.

Progresemos. Una granja de pollos, por ejemplo, ayuda a reducir la incertidumbre
humana. Para los mismos pollos la incertidumbre es prácticamente nula. Y sin
embargo una granja de pollos es -suele ser- un monumento al martirio animal. Su
sufrimiento ya no les sirve frente a su inexistente incertidumbre. Sólo sufren. Sufren
horripilantemente durante toda su existencia. La selección natural no ha tenido
tiempo para inventar pollos de granja gordos, sabrosos, baratos y que, además, resulta
que no sufren. Tenemos un problema.
Nadie discute el derecho a comer pollo, pero no está claro que, dentro de ese derecho,
se pueda exigir el concepto del mínimo sufrimiento. ¿Por qué habría de ser así? Se
pueden encontrar muchos argumentos de todo tipo, morales, estéticos, racionales... Sin
embargo, en una sociedad democrática debería bastar con uno. En un Estado de derecho
preocupa el sufrimiento humano. Eso sí está claro. Y en cualquier colectivo humano
existen personas que sufren con el sufrimiento animal. Pues ya está. Se trata sólo de
un cambio de mentalidad para tener a esas personas en cuenta. Supongamos por un
instante que hay que matar focas porque su piel es insustituible (¿?). La idea sería
entonces cambiar el concepto estético de la piel de foca. Sobre gustos hay mucho
escrito y se puede escribir mucho más aún. A las focas se las mata a palos por un
motivo estético (¡!) porque ¿cómo vender un abrigo con un orificio de bala?
¡Convenciéndose de la belleza intrínseca del agujero! Sería algo así como la
condecoración que ilustra la muerte digna (¡?) de un conmovedor bebé de foca, de
plumoso pelaje blanco. Los agujeros en la piel serían también una marca de
autenticidad, como los perdigones en la perdiz con coles. Cambiar de costumbres no
cuesta tanto. Hace mucho que ya no enfrentamos a gladiadores y fieras para el deleite
público y hace mucho menos que no dejamos caer el envoltorio de un helado en el
punto exacto en el que acabamos de engullirlo. La idea del mínimo sufrimiento es
sencilla. En algún caso, la aplicación de esta idea podría incluso encarecer algún
producto. Pero hablemos. Podemos hablar.

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