lunes, 7 de marzo de 2011

El PRI: ¿estable o inerte?


Miguel Ángel Granados Chapa



MÉXICO, D.F., 7 de marzo.- Beatriz Paredes entregó el viernes la presidencia del PRI a Humberto Moreira conforme estaba previsto. Es la primera vez en la breve historia de ese partido carente de la influencia presidencial que se cumple el término para el que fue elegida una dirigente. No es poca cosa que la exgobernadora de Tlaxcala haya logrado estabilidad en su partido, especialmente después del desastre de 2006, en cuya secuela fue elegida junto con Jesús Murillo Karam.

Durante los años del presidencialismo exacerbado, la suerte de los líderes del PRI dependía de la voluntad del Ejecutivo. Eran como integrantes del gabinete, que el jefe del Estado y del gobierno podía designar y remover libremente. Los más afortunados permanecían en su cargo el sexenio completo, pero esa costumbre perduró menos de dos décadas. Antes de 1940, los jefes del Partido Nacional Revolucionario y del Partido de la Revolución Mexicana vivían a la buena de Dios, o al arbitrio del Jefe Máximo, o de las oscilantes circunstancias. Algunos de ellos iban y venían, como el primer dirigente del PNR, el general coahuilense Manuel Pérez Treviño, quien en el breve lapso de tres años fue otras tantas veces líder del partido creado por Calles.

Conocieron la estabilidad sólo tres dirigentes: Antonio Villalobos, Rodolfo Sánchez Taboada y Alfonso Corona del Rosal, quienes acompañaron a los presidentes que los nombraron (Manuel Ávila Camacho, Miguel Alemán y Adolfo López Mateos) a lo largo de todo su periodo. Ruiz Cortines nombró a dos generales, Gabriel Leyva Velásquez, quien se marchó a gobernar Sinaloa, y Agustín Olachea, quien guardaba en sobres lacrados los nombres de los candidatos dizque ungidos popularmente pero en realidad designados en Los Pinos.

Bajo Díaz Ordaz operaron tres delegados suyos en el PRI: Carlos Madrazo –quien renunció al fallar su intento de democratizar al partido–, Lauro Ortega y Alfonso Martínez Domínguez. Con Echeverría hubo igualmente tres líderes: Manuel Sánchez Vite, Jesús Reyes Heroles y Porfirio Muñoz Ledo. El número aumentó a cuatro con López Portillo, quien designó a Carlos Sansores Pérez, Gustavo Carvajal, Javier García Paniagua (el único que se ha ido por voluntad propia, despechado por no haber sido candidato presidencial) y Pedro Ojeda Paullada.

Con Miguel de la Madrid hubo sólo dos: Adolfo Lugo Verduzco y Jorge de la Vega. Carlos Salinas rompió marcas, pues tuvo seis líderes del PRI: Luis Donaldo Colosio, Rafael Rodríguez Barrera, Genaro Borrego, Fernando Ortiz Arana, Ignacio Pichardo Pagaza y María de los Ángeles Moreno. Casi lo empata, con cinco, Zedillo, quien nombró a Santiago Oñate, Humberto Roque Villanueva, Mariano Palacios Alcocer, José Antonio González Fernández y Dulce María Sauri Riancho.

A esta última exgobernadora de Yucatán, desplazada hoy de los centros de decisión, le correspondió el infortunio de perder la primera elección presidencial, sino semejante aunque más grave que el padecido por Colosio, quien debió reconocer al primer gobernador surgido de la oposición, y por Humberto Roque, bajo el cual perdió su partido la mayoría en la Cámara de Diputados.

Tan pronto se supo que Francisco Labastida había sido derrotado por Vicente Fox, la dirigente Sauri Riancho quiso retirarse, como hacen con pundonor los jefes de partido perdedores. Pero le fue impedido marcharse, con ánimo agresivo, pretendiendo que pagara los platos rotos, como si ella los hubiera quebrado. Tuvo que lidiar con un partido ubicado de pronto en la oposición, sin un centro de referencia, prácticamente en la orfandad. Además de haber concluido su periodo, Ernesto Zedillo se fue de México, rehusando convertirse en el jefe del partido más allá de la formalidad, como a contrapelo de su propio sentir había actuado en los años de su gobierno.

El PRI empezó entonces a actuar por sí mismo, surcado por los rencores, las culpas, las incriminaciones que siguen a una derrota, sobre todo una de importancia descomunal, tanto que cerraba un largo ciclo histórico y daba lugar a la alternancia. En medio de turbulencias, la última presidenta del PRI nombrada a dedo desde Palacio Nacional pudo convocar a la XVIII Asamblea Nacional y a elecciones para los cargos principales del CEN del partido. Conforme a la fórmula estatutaria de que en la planilla para elegir presidente y secretario general debería haber equidad de género, contendieron Roberto Madrazo y Beatriz Paredes, acompañados respectivamente por Elba Esther Gordillo y Javier Guerrero.

Duchos en alquimia, Madrazo y Gordillo se impusieron a Paredes y Guerrero, pero luego riñeron entre sí, y Madrazo, con otros aspirantes a la candidatura presidencial. No logró por ello culminar el término para el que había sido elegido en marzo de 2002, y tuvo que retirarse en septiembre de 2005. En rigor estricto, a Gordillo, como secretaria general, le correspondía reemplazarlo. Pero estaba ya trazado el camino que la llevaría a la expulsión y de ese modo, con doble violación estatutaria (postergación de la número dos del CEN, y elección de un inelegible porque ya había sido presidente del partido), a Mariano Palacios Alcocer le tocó encabezar al PRI en el peor momento de su historia: la grave derrota de Madrazo y el achicamiento de su presencia legislativa.

Ante la nueva convocatoria para elegir las cabezas del partido, Beatriz Paredes volvió a las andadas. Enfrentada con el exsenador Enrique Jackson, esta vez la dirigente campesina fue sobre seguro. Se alió con Enrique Peña Nieto, quien demandó para Jesús Murillo Karam la secretaría general, y con esa fórmula llegó al liderazgo mediante una victoria muy holgada en una convención de delegados.

No pudo ejercer una presidencia fuerte y con atribuciones exclusivas. Debió atenerse a la existencia de fuerzas reales, en que la suya no era la más importante. De modo que arbitraba a veces, y se sometía en otras, a los núcleos de poder representados por un selecto grupo de gobernadores, con el mexiquense a la cabeza, y por los coordinadores parlamentarios. De ese modo fue desdibujándose, hasta perder la identidad que al comenzar su mandato la hacía aparecer como eventual candidata presidencial. Había sido fallida aspirante al gobierno de la Ciudad de México, y sin embargo, con el financiamiento de Peña Nieto y su empuje político, encadenó triunfos notables en elecciones locales de 2008 y 2009 y las federales de ese último año. En las estatales de 2010, sin embargo, y a pesar de cuentas alegres sobre el número de votos obtenidos, debió pasar el trago amargo de tres significativas derrotas: en Oaxaca, Puebla y Sinaloa, y comenzar este año con las de Guerrero y Baja California Sur.

Incurrió en un error y una ingenuidad. Quiso sellar mediante un pacto escrito la suavidad con que había ejercido su papel de dirigente opositora frente al presidente Calderón, y en nombre de Peña Nieto, a cuya causa se ha adherido, acordó con el PAN que este partido no se aliaría con otros en el proceso electoral mexiquense, actualmente en curso. A cambio, las bancadas del PRI apoyarían en el Congreso los planes financieros gubernamentales. Este extremo se cumplió, mas no así el que correspondía al compromiso panista, que se alió con el PRD en media docena de entidades y ahora busca hacerlo en el lugar donde no debía coaligarse con nadie, el Estado de México.

Como se lo han reprochado mujeres que confiaron en sus convicciones, Beatriz Paredes concluyó el viernes una fase principal de su carrera política con desdoro. No pudo o no quiso encauzar la fuerza de su partido contra el conservadurismo católico en materia de libertades personales, y dejó hacer a las reaccionarias de un partido que ella quiso definir como de izquierda.

La sustituye Humberto Moreira. Lo conocemos ahora por su nepotismo y su afición al baile y a ser vociferante. Necesitará mejores títulos para que el PRI sea un partido no sólo votado, sino popular.

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