viernes, 18 de febrero de 2011

La pregunta Renward García Medrano


Estimados amigos:

La reinstalación de Carmen Aristegui en el noticiario matutino de MVS plantea preguntas que, en bien del derecho de la sociedad a estar informada de los asuntos públicos, deben ser respondidas por la empresa y por la periodista. Éste es el tema de la columna adjunta que espero sea de su interés. Saludos

Después de una inusual agitación mediática y política se reanudó la relación laboral de Carmen Aristegui con MVS y eso es bueno para la periodista, que conserva así su tribuna y su empleo, para la empresa, que mantiene un programa con un considerable atractivo comercial, y para la audiencia que no perderá los comentarios de Aristegui y sus colaboradores. También es un hecho positivo para la libertad de expresión, si puede sustantivarse un ente abstracto.

Pero además de que merece ser celebrada, la reconsideración de MVS abre interrogantes que, en bien del derecho de todos a estar informados de los asuntos de interés público, deberían ser respondidas por las partes.

Primera: ¿La Presidencia de la República presionó a MVS y la empresa cedió a la presión, o todo esto no fue más que una suposición de la periodista que tomaron como hecho real quienes la apoyaron con más entusiasmo: desde articulistas e intelectuales hasta las masas del Frente Popular Francisco Villa?

La respuesta de la empresa es fundamental porque, si en efecto hubo la presión del poder público, Carmen Aristegui habría sido víctima del autoritarismo de un gobierno que se asume a sí mismo como defensor de la democracia, y si no la hubo, entonces habría que admitir que ese gobierno merece una excusa pública por parte de la periodista, que lo acusó sin bases de un acto a todas luces reprobable.

Segunda: Si se produjo esa presión, ¿rectificó la oficina del presidente o MVS, acuciada por las movilizaciones políticas y de opinión, tomó el riesgo de reinstalar a Aristegui y ahora tendrá que atenerse a las consecuencias?

Podría suponerse que este es un asunto de interés particular de la empresa, pero no es el caso, porque la sociedad –y la abundante audiencia del noticiario de Aristegui– tienen derecho a saber si la movilización de miles de personas a través de las redes sociales forzó al gobierno a enmendar la arbitrariedad que habría cometido o, por el contrario, obligó a una importante empresa de medios de comunicación a cambiar una decisión que en estricto derecho sólo a ella corresponde.

Tercera: ¿Por qué en su conferencia de prensa –en la que no admitió preguntas– la periodista hizo una defensa tan insistente de la empresa que no sólo la había cesado, sino que la había conminado a la indignidad de leer una disculpa que ella no redactó y con cuyo contenido no estaba de acuerdo?

Esta es otra respuesta indispensable porque arrojaría luz sobre la congruencia entre lo que dice y lo que hace una periodista que tiene, como lo ha demostrado, una poderosa influencia en la opinión pública. Sería lamentable, por ejemplo, que se pensara que Aristegui defendió públicamente a MVS para pavimentar el camino de la reinstalación que ella misma solicitó en su declaración ante los medios.

Cuarta. ¿Cómo quedan las perspectivas de que MVS logre la concesión de la banda de 2.5 gigahertz que, según Carmen Aristegui, fue lo que obligó a la empresa a entregar su cabeza?

Esta respuesta es también decisiva porque la sociedad tiene derecho a saber si el otorgamiento de concesiones como ésa –que es una verdadera mina de oro– puede quedar sujeto a tormentas mediáticas como la que se desató a partir del cese de la periodista.

El final feliz del desencuentro es una buena oportunidad a reflexionar sobre la libertad de expresión que los partidarios de la periodista dijeron lesionada.

La premisa mayor es que en una democracia cualquier persona puede decir lo que le venga en gana, así sea un despropósito, y no debe ser castigada por ello a menos que su dicho lesione derechos de terceros. Pero este principio general debe matizarse cuando se aplica a los periodistas que, a diferencia del común de los ciudadanos, tenemos acceso directo y permanente a una tribuna en los diarios, revistas o noticiarios de radio y televisión.

El acceso a los medios magnifica todo lo que decimos o escribimos porque alcanza lectores y audiencias más o menos copiosas que, al menos en parte, creen en nuestra palabra y toman en serio nuestras opiniones, a veces incluso como elementos para formarse la propia.

Si esto es así, el ejercicio de la libertad de expresión de los periodistas debe estar estrechamente vinculado con nuestra responsabilidad profesional. Esto es esencial, pues a diferencia de las redes sociales de Internet, en las que el receptor de la información o la opinión puede objetar, disentir, convertirse él mismo en emisor, en los medios tradicionales, los lectores y audiencias tienen un papel pasivo que no se compensa con el pequeño espacio que algunos impresos destinan a los lectores ni con la recepción de llamadas telefónicas en algunos medios electrónicos.

Admitido –como supongo que es el caso general– el vínculo entre libertad de expresión y responsabilidad del periodista, habría que discutir si las preguntas son en sí mismas inocuas, es decir, si por ser interrogantes y no afirmaciones son incapaces de agraviar a otros.

En estos días he recordado una anécdota de mi adolescencia que no puedo documentar pero que es verosímil. A su llegada a México después de un viaje por Europa, la actriz María Félix habló con los periodistas de la fuente del Aeropuerto. Un reportero le preguntó más o menos lo siguiente: “Señora, ¿es usted lesbiana?”. La diva respondió: “Lo sería, si todos los hombres fueran como usted”, y dio por terminada la conferencia de prensa.

Entre cuates, se puede decir sin prueba alguna que una señora es lesbiana o prostituta o que un señor que es alcohólico, y quien lo diga no pasa de incurrir en una ligereza intrascendente. Pero lo dice o lo sugiere en los medios de comunicación y si, además, es periodista, debe tener indicios creíbles de que así podría ser.

Conminar a la oficina del presidente de la República a que aclare si éste es alcohólico o no, supone que se cuenta con evidencias que respaldan esa hipótesis, y hasta donde se sabe públicamente, las únicas evidencias de Aristegui fueron la manta desplegada por Fernández Noroña en la tribuna de la Cámara de Diputados y un rumor que se ha esparcido desde el principio de la gestión calderonista.

Es difícil admitir que una periodista con la experiencia de Aristegui crea que la imputación de Fernández Noroña es un testimonio válido para fundamentar su pregunta en evidencias. Fue más sensato Andrés Manuel López Obrador al reprender al diputado petista por tocar temas de la vida privada del presidente.

El rumor es aún menos aceptable como evidencia, porque es anónimo y, a menudo, es difundido por grupos de interés con fines aviesos.

Si todo esto es verdad, concluiremos que la pregunta de Aristegui tenía una intención no explícita y estuvo lejos de ser inocua.

El noticiario de Carmen Aristegui, y prácticamente todos los demás, no sólo ofrecen noticias a sus audiencias, sino que son tribunas que los conductores usan, a veces, para servir los intereses de la empresa donde trabajan, y otras, para servir a sus propios intereses no siempre legítimos. Algunos, como Carmen, se valen de los medios para expresar sus opiniones personales y colocar temas en la agenda informativa y, eventualmente, en la agenda política nacional. Esto no es reprobable, pero tampoco puede confundirse con la función informativa que debieran tener los llamados noticiarios.

Una acotación final: las instituciones de la República son fundamentales para el país, especialmente en momentos tan críticos como el que vivimos y, contra la opinión de López Obrador, no deben ser mandadas “al Diablo” ni disminuidas por quienes están a cargo de ellas o por quienes desde los medios ejercemos la libertad de expresión; al contrario, el debilitamiento de las instituciones pone en peligro al país y a la democracia.

La presidencia de la República es una institución y quien la ejerce tiene una investidura que debe ser respetada, por él mismo, para empezar, pero también por todos los demás. Respetar la investidura presidencial no es renunciar al derecho a criticar y aun a reclamar, pero la crítica, por demoledora que sea, debe dirigirse a los actos u omisiones del presidente, no a su persona.

Renward García Medrano

renward3@prodigy.net.mx

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Renward García Medrano es profesor, economista, escritor y periodista. Ha sido profesor universitario, Director Editorial de la Presidencia de la República (1970-1976), director general de Comunicación Social de la Secretaría de Patrimonio y Fomento Industrial (1976-1982), Secretario Ejecutivo del organismo internacional CADESCA-SELA, director de Ediciones del diario El Nacional y la revista Tiempo, director y conductor del programa televisivo Fin de Siglo, director y conductor de diversos programas radiofónicos del Instituto Mexicano de la Radio. Ha sido profesor de la UNAM y del instituto Matías Romero de Estudios Diplomáticos (IMRED-SER); dictado centenares de conferencias y participado en numerosos seminarios y coloquios académicos. Actualmente es columnista político dominical de Ovaciones y colaborador de La Jornada Morelos. Es autor de varios libros, entre ellos México en el Mundo; 1968, en sus propias palabras, ¿Qué Hacer? Manual para priistas en desgracia, Perfil Biográfico de Adolfo López Mateo

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