domingo, 30 de enero de 2011

Polémicas sobre la justicia y el crimen VÍCTOR OROZCO

El pasado 25 de enero agentes de la Policía Federal dispararon en la cara a Jorge Humberto Muñoz Pérez, quien murió instantáneamente. La víctima era agente de la policía municipal y se desempeñaba como escolta del alcalde juarense, que en ese momento cenaba y arreglaba asuntos con Hesiquio Trevizo, personero de la diócesis católica de Juárez, en el domicilio de éste y a poca distancia del lugar donde ocurrió el homicidio. Los acompañantes del fallecido informaron al alcalde que se había identificado e incluso había levantado las manos en señal de sometimiento y pese a ello se le disparó a quemarropa. Después de la muerte de su escolta, el alcalde fue vejado e insultado por un numeroso grupo de policías federales a quienes les reclamó en el hotel donde se hospedaban. El mismo día, fueron asesinados César Adrián Holguín García de 15 años de edad y Francisco Leal Córdova de 66 años, vecinos de La Chaveña, el antiguo barrio de la ciudad fronteriza, otra vez por los policías federales que se metieron a las casas y les dispararon. Ambos eran pacíficos habitantes de la colonia. El primero de los crímenes –aunque con igual o mayor razón debió ser un resultado del segundo– provocó la actualización de un debate recurrente sobre la pertinencia o la eficacia de la presencia de las fuerzas armadas federales (Ejército y PFP) en varias ciudades mexicanas, en especial de la fronteriza, en la cual desde marzo de 2008 se miran circulando por sus calles principales y a toda hora, convoyes de uniformados, verdes y azules. Como las autoridades se niegan a informar con exactitud, las versiones de cuántos son fluctúa: unos hablan de siete mil quinientos, otros de doce mil o más. En lo que no hay discrepancia es en el hecho de que a partir de su llegada, los delitos de todo orden, especialmente los homicidios, se multiplicaron varias veces, de suerte tal que es común entre los habitantes de la ciudad la triste broma: “estábamos mejor cuando estábamos peor”.

Para el vecino común, categoría en la que nos ubicamos el 99 % de los habitantes de Ciudad Juárez, la situación es similar a la del desmejorado paciente a quien el médico le dice: no tengo otro remedio para curarlo, pero que si usted quiere se lo quito, usted decide. Este médico-gobierno parece estar frente al viejo dilema recogido por Don Miguel de Unamuno: el enfermo se le muere por temor a matarlo o lo mata por temor a que se le muera. Y el enfermo-sociedad ante un aprieto todavía más gravoso: si se van los federales, puede que nos quedemos a merced del crimen y si se quedan… ya sabemos.

El edil juarense anunció una consulta pública para que nos pronunciemos los ciudadanos si queremos que se vayan los policías federales o no. Esperemos que pronto se instrumente el plebiscito ciudadano y que la propuesta del alcalde obedezca a una genuina decisión democrática y no a un irresponsable exabrupto o acto de fanfarronería. De realizarse dicha consulta, es casi seguro que una aplastante mayoría votará porque se lleven al remedio, que ha salido peor que la enfermedad.

Dentro del mismo contexto se produce la disputa legal entre los jueces penales del estado de Chihuahua a quienes el Congreso local pretende someter a un juicio político para despojarlos del fuero constitucional. La razón es que estos tres administradores de justicia absolvieron y dejaron libre al culpable –legalmente lo es, porque una sentencia de segunda instancia así lo consideró– del crimen de Rubí Frayre, la hija de Marisela Escobedo, quien a su vez fue asesinada en las puertas del Palacio de Gobierno de Chihuahua el 16 de diciembre pasado. Un día después de este odioso crimen, cometido contra una madre indefensa que clamaba por justicia, el pleno del Supremo Tribunal de Justicia obrando a matacaballo y bajo la apremio del gobernador del Estado, quitó de sus puestos a los jueces. En esta otra polémica se ventilan asuntos de tanta relevancia como la responsabilidad que tienen los fiscales y los jueces en el trámite de los expedientes criminales que llegan a su conocimiento, la independencia del Poder Judicial frente al Ejecutivo y la atención a los reclamos de la ciudadanía. No se me pasa que aún siendo muy importante este debate, no debe hacernos olvidar que el telón de fondo es la casi absoluta impunidad ante los crímenes, un verdadero cáncer del México actual.

Estoy de acuerdo en que los jueces deben gozar de absoluta autonomía ante el Poder Ejecutivo, pero también sostengo que deben existir instrumentos públicos para hacer efectiva su responsabilidad cuando incurran en fallas graves al de-sempeñar sus funciones. Los tres jueces, quienes han pedido el amparo de la justicia federal, insisten que la confesión del asesino de Rubí no existió porque no se rindió de acuerdo con los requisitos legales y en ello llevan razón. Sin embargo, tenían ante sí otros numerosos medios de prueba para condenar al homicida: numerosos testimonios, declaraciones de él mismo, la identificación del cadáver. Un principio del derecho penal moderno dice que en caso de duda se debe absolver al reo. Sin embargo, tal divisa no puede operar de manera absoluta, pues es presumible que en múltiples casos el juez alimente dudas, pero al final pesan más en la balanza los argumentos que lo llevan a inclinarse hacia la condena. No conozco la sentencia del tribunal de segunda instancia o de casación, pero así debió haber ocurrido cuando resolvió modificar la sentencia original y emitir una condenatoria. En todo caso, el Congreso y el Supremo Tribunal de Justicia deben obrar con absoluta transparencia en éste y en todos los casos. Por lo que se refiere a éste último y en lo sucesivo para todos, estaría muy bien que las sesiones de su pleno fuesen públicas, tal como lo propone en una iniciativa el abogado Jaime García Chávez.

En el ámbito nacional en el cual se producen todos estos hechos, es realmente ominoso. El nivel de violencia e inseguridad pública ha rebasado las peores predicciones de hace tres o cuatro años. Nadie imaginaba que abriríamos dos mil once acercándonos a las 35 mil muertes violentas desde que comenzó la actual administración federal. Que en Monterrey las bandas delictivas pudieran paralizar el tráfico de vehículos, que en Reynosa fueran los dueños de la ciudad, que en Juárez se viesen obligados a emigrar cientos de miles, que Michoacán se convirtiese en tierra de nadie. Que los mexicanos estuviéramos confinados en las casas, temerosos de que en alguna curva de la carretera o en alguna bocacalle, nos detenga un grupo de encapuchados, con o sin uniformes, con o sin insignias oficiales y nos asesinen o nos roben. A éstas hemos llegado y seguimos en caída libre.

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