lunes, 1 de noviembre de 2010

Santoral Miguel Ángel Granados Chapa Periodista


Distrio Federal– San Judas Tadeo ocupa un lugar preponderante en la religiosidad popular mexicana. Para rezarle, cada día 28 se congregan pequeñas multitudes en el templo de san Hipólito, situado en avenida Hidalgo, Zarco y Paseo de la Reforma, en la colonia Guerrero de la ciudad de México. Pero las reuniones mensuales, muy concurridas, se quedan cortas frente a la afluencia de feligreses que llega a esa parroquia, de todos los puntos cardinales, el 28 de octubre, que en el santoral católico es el día de la festividad de San Juditas, como suele llamársele.

Ese día, el jueves pasado, la gente llega en arribazones que no cesan a lo largo del día. Acuden a las misas celebradas cada hora, o sólo a decir una oración al santo, generalmente dedicada a pedir favores. San Judas Tadeo es el santo de las causas difíciles y desesperadas. Quizá porque su oficio cuenta entre esas causas, San Juditas es una suerte de patrono de raterillos, que asisten al templo no necesariamente a pedir perdón por sus pequeños hurtos, sino a agradecer que no caen en las manos de la policía, como si la eficacia del intercesor ante Dios y no la ineficacia de las corporaciones de seguridad fuera el factor que los deja a salvo.

Los fieles suelen llevar imágenes de san Judas Tadeo, y no es infrecuente que carguen estatuas del santo, para que sean bendecidas. En la estación del Metro más próxima al lugar, Hidalgo, en la confluencia de las líneas uno y tres, se agudizan los cotidianos conflictos por el notorio incremento del pasaje y la impedimenta que los usuarios llevan consigo.

No intentaré siquiera, porque no estoy capacitado para hacerlo y sería impertinente pretenderlo aquí, explicar las motivaciones de la religiosidad popular. Pero creo que por desconsuelo, desprotección, desesperanza, los fieles buscan asirse a alguna certeza, a algún poder capaz de remediar problemas, de obtener empleo o la cura de enfermedades. La creencia popular no necesariamente tiene presente el papel formal que la Iglesia asigna a los santos, como intermediarios ante Dios que, en último término puede alterar el orden establecido por él mismo y suscita o permite prodigios. Para el público en general, son las imágenes, las efigies de santos y vírgenes (ni siquiera consideradas como advocaciones de la Madre de Dios, sino como entidades integrantes de una suerte de politeísmo) las que son “milagrosas”.

Ya caído en la tentación de hablar de la religiosidad popular, sin más título que el haberla vivido, conjeturo que la presencia más numerosa de fieles ante San Judas Tadeo este 28 de octubre es una señal de la creciente desazón social, de la multiplicación de obstáculos y peligros para la vida diaria, que mueve a la búsqueda de auxilio, de apoyo, de certidumbre.

En el santoral católico, hoy es el día de Todos los santos y mañana el de los Fieles difuntos. La religiosidad popular mexicana dedica la festividad de hoy a “los muertos chiquitos”, niños y bebés que si habían sido bautizados iban al cielo pero si no lo estaban iban al limbo, esa entidad metafísica que la jerarquía eclesiástica ha declarado inexistente. Se atribuía aquel destino a quienes no cargaban más que con el pecado original y en su inocencia no pudieron perpetrar ninguno más por cuenta propia. No podían, en consecuencia, ser condenados al fuego del infierno ni retenidos en el purgatorio mientras expiaban culpas que no podían serles achacadas.

A mitad del camino entre la infancia y la adultez, los adolescentes y los jóvenes que dejan de existir requerirían que el santoral los acogiera también. Ni allí tienen un lugar los muchachos que, salvo excepciones privilegiadas, se encuentran con un mundo que les niega motivos y maneras de realizarse plenamente como personas. La criminalidad creciente en nuestro país se ceba en ellos, como víctimas y como verdugos. Cada día son más jóvenes los consumidores de drogas, y son más numerosos. Cada día son igualmente más jóvenes los sicarios a quienes se les pagan dos mil pesos por el asesinato de una persona a la que los matones ni conocen.

Supongo, espero, que la sociedad esté conmovida por los asesinatos recientes de muchachos, el juvenicidio como ya empieza a llamarse a este fenómeno. En Ciudad Juárez fueron muertos con brutalidad muchachas y muchachos que festejaban un cumpleaños. En Tijuana y en Tepic las víctimas eran adictos en trance de rehabilitarse. En la propia Ciudad Juárez, en Chihuahua, centros de rehabilitación han sido, en el pasado no remoto, blanco de ataques homicidas. Ignoramos los móviles de este género particular de matanzas, que van configurando un patrón de conducta. No conocemos esos motivos porque no se suele detener ni procesar a los asesinos. Podemos conjeturar causas que, aisladas o en conjunto, mueven a privar de la vida a quienes quieren recobrarla alejándose de las drogas.

Puede ser que se les mate por ruines motivaciones mercantiles, como evitar que el consumo se reduzca o que crezca la insolvencia. En el mercado de los estupefacientes el crédito insoluto no se puede reclamar ante los tribunales. Y el que no paga muere, para que el brutal ejemplo impida la generalización del no pago. Puede ser también una medida cautelar, ante la posibilidad de que los adictos rehabilitados descubran la trama del comercio del que dependían. Puede ser, en fin, que con esa crueldad extrema se practique uno de los principios de las mafias que actúan en la clandestinidad: quien ingresa al circuito de las drogas no debe salir de él por ningún motivo, para garantizar el secreto.

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