lunes, 22 de noviembre de 2010

FRIEDRICH KATZ, EL HOMBRE Víctor Orozco

Friedrich Katz será recordado desde luego por su imprescindible obra histórica sobre la Revolución Mexicana y en especial sobre la figura de Francisco Villa. Este dato quedará en la memoria de varios miles de lectores que, espero, vayan en aumento conforme pasen los años. Hoy quiero evocar otra faceta de la personalidad de Katz: la del maestro y amigo generoso que no perdía oportunidad para apoyar el trabajo de otros investigadores y para mostrar afectos personales. Reconstruyo algunos momentos que estimo significativos en mi relación con este gran hombre.

Lo conocí durante el segundo Congreso de Historia Regional que convocó la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, en 1990. Por entonces, buscaba con ahínco documentos y todo lo que pudiera informarle sobre la historia de Chihuahua. A mi vez, trabajaba en una historia de las guerras indias, específicamente de la apachería. En uno de los intermedios me obsequió su libro La Guerra Secreta en México. Torpemente le dije que ya lo tenía y lo había leído, pero luego me di cuenta de la bárbara descortesía que estaba cometiendo y le dije que lo aceptaba con agradecimiento. Enseguida, me comentó ¿Cómo es esto que usted ha dicho que las haciendas no sirvieron de refugio a los habitantes de Chihuahua ante los ataques de los guerreros indios? Y era que en el libro mencionado, él sostenía la tesis contraria, derivada según mi parecer de la experiencia europea en situaciones similares, cuando los señores de la tierra se fortalecieron protegiendo a los campesinos dentro de las murallas de sus castillos. Le expliqué mi idea, apoyada en una gran cantidad de documentos, que mostraban cómo las grandes haciendas fueron abandonadas por sus dueños y se colapsaron ante el embate de las naciones indias, que fueron enfrentadas por los vecinos de los pueblos. Le pareció interesante el punto de vista. Agregó otra inquietud, pidiéndome que le ilustrara sobre los campañeros o campañadores, estos rancheros que combatían a los apaches. Revelaba con su actitud otra de los distintivos de un genuino historiador: no le importaba preguntar y menos aún mostrar petulancia, asumiendo aires de sabelotodo. Meses después recibí una carta suya en la cual me decía que lo había persuadido mi argumento e incitándome a investigar la relación entre los rancheros armados y los revolucionarios de 1910. Este episodio fue el inicio de una larga y fecunda relación de la que yo obtuve los mayores beneficios, gracias a la bonhomía y sabiduría de Katz. “Apadrinó” dos de mis libros escribiendo sendos prólogos –uno de ellos motu proprio– encomiando los trabajos, más allá de su valor, según me pareció en su momento y me sigue pareciendo hoy día.

Cuando vino a Ciudad Juárez a impartir un seminario con el que se inauguró la cátedra que lleva su nombre, nos invitó a Jesús Vargas y a mí a comer en El Paso y antes a visitar la biblioteca de la Universidad de Texas en esta ciudad. Con envidiable paciencia, dedicó al menos dos horas a explicarnos puntualmente sus métodos de trabajo, las mejores formas para usar las colecciones norteamericanas, desde el obituario del New York Times, hasta los handbooks que publican las grandes bibliotecas y otros centros de documentación. Confirmé entonces la profunda vocación del historiador, que se entusiasmaba cuando encontraba –como el gambusino frente a una pepita de oro– el vínculo entre una información perdida en las páginas del periódico neoyorkino y un documento de algún archivo municipal de Chihuahua o de Durango.

Otras tres ocasiones por lo menos me encontré con él en El Paso. En una de ellas, me pidió que lo llevara a Columbus, pues a pesar de que casi sabía todo lo que podía saberse de este pueblo nuevomexicano, nunca había estado allí. Yo era dueño de un carro enorme, de esos que acostumbrábamos los juarenses hasta hace unos años, antiguos pero comodísimos. Hizo alguna broma sobre el gasto de gasolina que tendríamos con esta máquina y partimos. El Columbus actual muy poco se parece al que atacaron las tropas villistas en 1916, pues han desaparecido todos los edificios de entonces, cuando era un puerto de entrada para los cientos de miles de cabezas de ganado que transitaban de México a Estados Unidos. Katz, sin embargo, traía en la mente las calles y los lugares, pues se situaba con su cámara en alguno de los terrenos y me decía: aquí estaba el almacén de Sam Rabel, aquí estaba el Hotel tal, aquí estaba la oficina de correos. Acudimos al pequeño museo, donde entabló una animada conversación con el voluntario del pueblo que lo atendía en esos momentos. Qué le parece doctor, le comenté, si Villa no hubiera atacado Columbus, éste ya habría desaparecido pues ahora vive, con su museo y su tráiler park, del atractivo de ser la única población norteamericana desde 1812 en haber sido invadida por tropas extranjeras. - Pues allí tiene las paradojas de la historia y sus vericuetos, en este minúsculo pueblo se condensaron diversos intereses internacionales (los de Estados Unidos, Alemania y México) que todavía lo hacen interesante. Fuimos a comer a Palomas y le divirtieron los nombres de los platillos en el restaurante, inspirados en gestas o imágenes del villismo: “Quesadillas Tierra Blanca”, “Filete a la Pershing”, etc. A nuestro regreso, me pidió: ¿Podríamos pasar por una librería? Cuando entramos en Barnes&Noble, pensé que se interesaría en la sección de historia regional, pero se dirigió de inmediato al área de libros infantiles, escogió dos bellos volúmenes ilustrados, les puso su firma y se los entregó a Diego, mi hijo de diez años, quien nos había acompañado.

Por esas fechas, impartía yo un seminario de Historia de Chihuahua en la maestría de UTEP y le hice la invitación para que ofreciera una conferencia en la universidad paseña. Para los académicos de la misma, constituía un gran acontecimiento escuchar al reputado historiador de la Universidad de Chicago así que se organizó un evento con asistencia de un buen número de profesores y estudiantes. Lo voy a presentar en español, le dije, porque no confío en mi inglés. No, me detuvo, hágalo en inglés, de cualquier manera vamos a entenderle. Explique, con muchas deficiencias, la trascendencia de la obra de Katz y que, al final de su exposición habría lugar para comentarios y disidencias. Fue una magnífica conferencia… con comentarios y disidencias.

Una de las cuestiones sobre las herencias de la revolución mexicana que le divertían y a la vez le apasionaban a Friedrich Katz, era el cómo sobrevivían las antiguas adhesiones y rivalidades que inspiraron caudillos y facciones. Contaba que durante una de sus primeras conferencias en México, hablando de Francisco Villa, motivó una acre disputa entre los asistentes, entre los cuales recordaba al profesor Agustín Cué Cánovas y a Celia Herrera, quien había escrito una biografía ferozmente antivillista. Siendo yo paisano del general Pascual Orozco y perteneciente a su mismo tronco familiar, él suponía que tendría una radical aversión a la figura del Centauro del Norte, considerando el pleito histórico entre ambos personajes. Hablamos varias veces del punto y me preguntaba con curiosidad cuál era el pensamiento de mis parientes y paisanos. Le comentaba que eran todos defensores de Pascual Orozco, pero que no encontraban dificultades para reconocer a Francisco Villa, empezando por mi padre a quien leí en voz alta el voluminoso libro de Martín Luis Guzmán cuando era un niño. Con el tiempo fui madurando una posición sobre Francisco Villa, diferente a la del profesor Katz, pues viendo en aquel caudillo al principal dirigente popular y militar generado por las masas insurrectas, advertí en su personalidad graves fallas e incongruencias. Katz, historiador riguroso nunca se sumó a la quema de incienso que se ha hecho a Villa en los últimos tiempos, pero no dejó de sufrir, según mi juicio, cierta fascinación por su biografiado.

Siempre se interesó por tópicos de la historia de Chihuahua y después de que leyó mi tesis doctoral sobre la historia de los pueblos del distrito de Guerrero me insistía cada vez que nos encontrábamos: debe hacer una historia específica de San Isidro, su pueblo, allí encontrará muchas claves de otros acontecimientos. Espero cumplir con el ofrecimiento que le hice de redactarla.

En 1996 Katz organizó un congreso en la Universidad de Chicago para recoger la perspectiva de los grupos, dirigentes y facciones derrotadas en la revolución mexicana. No faltó quien hiciera la observación que todas fueron triunfantes y vencidas, pues hasta el invicto Álvaro Obregón terminó asesinado y su grupo disuelto después de 1928. La reunión congregó al amplio círculo de historiadores y académicos que mantenía contacto con Katz. Después de las sesiones y los debates, organizó una cena en su amplio departamento, ubicado en un altísimo edificio circular, desde cuyos ventanales se podía apreciar la belleza de la ciudad y la del lago en cuya orilla se alzaba. A resultas de esta común amistad con Katz, se labraron muchas relaciones entre los mexicanos, otro de sus legados. Cuando cumplió ochenta años, en 2007, nos volvimos a reunir casi los mismos de Chicago, ahora en la ciudad de México para celebrar su aniversario con un congreso y nuevas aportaciones a la historiografía de la revolución. Se le veía feliz y dudo mucho que igual sensación experimentara entre los norteamericanos. En alguna ocasión, encontrándonos en la capital durante un congreso, me invitó a comer en uno de los restaurantes ubicados en la terraza de uno de los hoteles que dan al Zócalo. También allí, en una larga sobremesa, advertí cómo se sentía a sus anchas en este país.

Cuando salió la biografía de Pancho Villa, Katz estuvo en Chihuahua y en Juárez para presentarla en sendos actos que contaron con una enorme asistencia. Asistí cómo espectador al primero –sentado en los escalones del Teatro de los Héroes, al lado del ex gobernador Saúl González Herrera– y me tocó ser uno de los comentaristas en el segundo. Pocos libros de historia de este país han concitado tanta atención. Una de las explicaciones se encuentra desde luego en la popularidad del personaje que ocupa el centro de la obra. Otra, estriba en el prestigio intelectual conquistado por el autor en sus libros previos y quizá otra más, en el hecho de que se trataba de un texto largamente esperado, porque Katz tenía al menos diez años trabajando en el mismo y se conocían ya versiones parciales de algunos de sus capítulos. Discurriendo que “por la víspera se saca el santo”, sabíamos ya de la profundidad y de la calidad literaria que nos ofrecería la obra cumbre del laureado historiador. A la manera de lo que imagino sucedía con los artistas clásicos, uno podía disfrutar de los anticipos, pero no era sino cuando alguno de ellos completaba la obra de arte –y un gran libro es siempre una obra de arte– es que se podía admirar el resultado en todo su esplendor.

En esa época, por mi parte, sin abandonar del todo la academia, me dedicaba a la militancia política, dirigiendo el PRD en el Estado de Chihuahua. Apenas nos vimos, Katz me hizo la consabida pregunta: ¿Qué está escribiendo? Pues, doctor, tengo dos años que escribo sobre todo discursos y documentos políticos y le entregué un par de revistas del partido que contenían varios de ellos. Cuando nos despedíamos al día siguiente, me animó: veo en sus escritos que atrás del dirigente político se encuentra el historiador, ojalá que pueda conciliar a ambos. No pude hacerlo, porque muy pronto regresé a los archivos y a la escritura de la historia.

Poco más de un mes antes de su fallecimiento me habló Erika Sena mi asistente: “le voy a transferir al Dr Katz”. Yo sabía que estaba enfermo y me sorprendió mucho su llamada. Empezó la plática con varias preguntas: “¿Cómo está usted? ¿Cómo le hace para ir al trabajo, a la Universidad? ¿No ha sufrido alguna agresión?” Las noticias que le llegaban de Ciudad Juárez eran alarmantes y tal vez pensaba que ya no se podía ni siquiera llevar la vida cotidiana. Estaba hospitalizado en Filadelfia y esperaba a su médico. Hablamos largo rato y cuando le comenté que el archivo histórico de la SEDENA estaba en línea, se admiraba ¡Pero no puede ser ¡Si en mis tiempos duré meses para que me permitieran el acceso Le pareció una noticia estupenda y luego agregó, pues ahora usted, con todos los documentos en su computadora puede escribir su libro en donde quiera que se encuentre, ¡Hasta en San Isidro, bromeó. De su enfermedad hablamos poco, pero entendí que era bastante delicada. Al final me dijo muy cortésmente, voy a tener que suspender nuestra conversación, porque recibiré ahora un tratamiento de quimioterapia, le deseo siempre lo mejor. Cuando colgué el teléfono, comprendí que había sido una despedida.

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