lunes, 15 de noviembre de 2010

El propagandista de Los Pinos. Carlos Fazio

A menudo, políticos, académicos y analistas señalan que la guerra” de Felipe Calderón contra los malos ha fracasado y es necesario un cambio de estrategia. Suele argumentarse que es una guerra no calculada en sus alcances, sin planeación adecuada, carente de inteligencia de combate y contrainteligencia, y sin equipamiento adecuado para ese tipo de operaciones especiales basadas en la contrainsurgencia. Argumentos todos cuestionables.

Tal vez, dadas las disputas por parcelas de poder entre los jefes de las secretarías de Defensa, Marina y Seguridad Pública –encargadas de ejecutar las operaciones bélicas–, la ausencia de un mando conjunto operacional sea la crítica más acertada. Pero esa anarquía puede obedecer a un plan deliberado, cuyo objetivo es generar más caos, violencia y desestabilización, no ganar una guerra. Y al fin de cuentas, no es responsabilidad del comandante supremo, el presidente de facto surgido de un fraude de Estado, sino que obedece a una planeación exterior en las alturas de Washington, operativizada en el terreno por el embajador de Estados Unidos en México, Carlos Pascual.

Se olvida que bajo el señuelo del combate a los cárteles de la economía criminal, la “guerra” antiterrorista de Felipe Calderón fue diseñada por el Comando Norte del Pentágono, en el marco de la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (ASPAN), durante la administración de George W. Bush. Y que antes de viajar a Bogotá y Washington como “presidente electo”, a interiorizarse de los contenidos del Plan Colombia y los aprontes de un proyecto intervencionista similar para México, Calderón había prometido un gobierno de mano dura.

Después, en un acto castrense cargado de simbolismo, en la medianoche del 1º de diciembre de 2006, Calderón asumió por televisión en la residencia oficial de Los Pinos. En un ominoso desfiguro, sustituyó a las cámaras del Poder Legislativo con cámaras de televisión, y recibió la banda presidencial de un cadete militar, en lo que configuró un golpe de Estado técnico. Asimismo, en su afán por mostrarse como un presidente fuerte, se rodeó de jefes castrenses dispuestos a “imponer el ejercicio de la autoridad” (almirante Francisco Saynez dixit), entre ellos generales formados en la tristemente famosa Escuela de las Américas del Pentágono.

En el marco de una presunta “estrategia militar integral”, el 11 de diciembre de ese año Calderón le declaró la “guerra” al hampa. Las “batallas” se iniciaron en Michoacán, adonde envió más de 5 mil marinos, soldados y policías. Después seguirían operativos similares en Sinaloa, Guerrero, Nuevo León, Tamaulipas y otros estados de la República, con la consiguiente militarización, paramilitarización y mercenarización del país, según el modelo de terrorismo de Estado practicado por Estados Unidos en Colombia y reproducido luego en Afganistán e Irak.

En octubre de 2007, desbocado en su optimismo, propagandista de sí mismo, Calderón dijo que había “perdido la cuenta” de los delincuentes detenidos y, exhibiendo una mentalidad autoritaria propia de regímenes totalitarios y dictatoriales, se atribuyó “el monopolio del poder”. Sin embargo, ante las crecientes dificultades para manufacturar un consenso en torno a “su” guerra –en el marco de una violencia y mortandad crecientes–, en marzo de 2008 recurrió al entonces procurador general de la República, Eduardo Medina Mora, para que apelara al “periodismo patriótico”; a la “responsabilidad” de los medios en la lucha anticrimen, con el argumento de que el narco usa a la prensa para intimidar a la población.
Desde entonces, machaconamente, con periodos de saturación mediática, Calderón y su equipo insistirían en la matriz de opinión de que en materia de criminalidad el Estado no es el adversario, sino el aliado de la sociedad. Ergo, los malos son los narcos, no el gobierno. El 12 de mayo de ese año, durante una conferencia en Los Pinos, golpeando el atril con la mano, Calderón dijo que su expresión “¡ya basta!” era una exigencia a “todos” los ciudadanos de no ser cómplices de la ilegalidad y demandó a los medios no “compartir la estrategia de sembrar terror”.

En fechas cercanas, junto a sus dislates for export –en mayo de 2010 presumió en Berlín que estaba venciendo a cinco jinetes del apocalipsis: influenza, narcoviolencia, crisis económica, sequía y caída de petroprecios–, Calderón ha insistido en que en la sociedad existe un problema de “percepción” en cuanto a los resultados de su guerra contra una “ridícula minoría”. En agosto último, con el afán de fabricar un consenso esquivo para manipular los temores subconscientes, lanzó los llamados “diálogos por la seguridad” (verdaderos monólogos del Ejecutivo) y, molesto por la advertencia de la Suprema Corte de Justicia de que la lucha antinarco debe apegarse a la ley, dijo que le empezaban a cansar las “cantaletas” sobre las flagrantes violaciones a los derechos humanos por parte del Ejército.

En octubre recuperó su vieja matriz maniquea de campaña: “López Obrador es un peligro para México” y, tras enredarse en explicaciones sobre su dicho de que ganó los comicios de 2006 “haiga sido como haiga sido”, arrancó noviembre con una nueva ofensiva mediática. Desde Mérida, en un foro funcional a los intereses ideológicos y de clase que representa: la asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa (instancia que reúne a los dueños de los grandes diarios de América y divulga las matrices del imperio), con el mismo espíritu de cruzado y bajo la consigna “conmigo o con los criminales”, Calderón llamó a una alianza medios-gobierno contra el “enemigo común” (la delincuencia) y los conminó a informar sin hacer “apología del crimen” y no seguir la agenda de los malos.

Por último, en declaraciones a CBS, alardeó de sus juguetes bélicos y su búnker de inteligencia “supersecreto”, en Reforma 265, desde donde Washington dirige “su” guerra.

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