jueves, 16 de septiembre de 2010

Tras 200 años ¿dónde estamos? 0 Lorenzo Meyer

Distrito Federal– Punto de Partida. La voz oficial nos pide unirnos hoy a los festejos que las autoridades han organizado para celebrar que, como nación, hayamos alcanzados ya dos siglos de ser libres. A saber a quién se le ocurrió tamaño desatino, pues es claro que lo ocurrido en las primeras horas de este día hace justamente dos siglos en el pueblo de Dolores, en Guanajuato, fue apenas el punto de partida de un proceso terriblemente violento y contradictorio que sólo once años más tarde desembocaría en la declaración de la independencia formal de la Nueva España, y que tomaría casi el resto del siglo dar forma a los requisitos mínimos para que la ex colonia empezara a funcionar como unidad nacional. Finalmente, también deberíamos tener muy claro que la independencia y la unidad nacional efectiva, es algo que aún no cuaja.



Reflexión. Conmemorar el inicio del proceso que llevaría a que la Nueva España se convirtiera primero en los Estados Unidos Mexicanos, debería ser, en primer lugar, ocasión para propiciar la reflexión sobre la naturaleza de los proyectos nacionales que hemos tenido a lo largo de los últimos dos siglos y, sobre todo, debatir cuál podría y debería ser el proyecto mexicano del siglo XXI. En principio, los festejos centenarios deben ser más el momento de las grandes ideas y menos el de los fuegos de artificio.

Grandes Temas. Idealmente, en nuestro país cada persona, grupo, clase y región debería elaborar su lista de cuestiones a incluir en la agenda colectiva. Es evidente que hoy estamos tan divididos que no concordaríamos en los temas y, menos aún, en la manera de enfocarlos y en las soluciones posibles. De todas formas, y justamente por nuestras evidentes diferencias, un buen punto de partida sería confrontar los elementos más problemáticos de la pluralidad de agendas que hay en México. Uno de ellos podría ser precisamente el de la independencia misma: cómo surgió, cómo evolucionó y a dónde nos ha conducido.

El Origen. El movimiento político que se inició hace exactamente dos siglos lo organizaron y dirigieron no la gente del común sino esa parte de la élite que estaba insatisfecha con sus circunstancias. Jaime Rodríguez, profesor de la Universidad de California en Irvine, en su libro “Nosotros somos ahora los verdaderos españoles”, (Colegio de Michoacán-Instituto Mora, 2009), propone interpretar lo acontecido hace dos siglos en la Nueva España al inicio del siglo XIX no como una sino dos revoluciones que coincidieron, se combatieron y terminaron por cambiar la naturaleza política de México pero que, de inicio, ninguna pretendió la independencia de España.

Veamos primero este último punto. Al despuntar el siglo XIX, la Nueva España era la posesión más poblada e importante del imperio español en América: de sus seis millones de habitantes apenas 15 mil eran españoles y el pequeño ejército realista estaba compuesto básicamente por naturales de la colonia. Por tanto, afirma Rodríguez, si la mayoría de los novohispanos hubiera querido la independencia la hubieran conseguido con facilidad, pero en el inicio de los movimientos de cambio no tenían como meta la separación.

Las dos revoluciones que afectaron a Nueva España tuvieron un origen externo. La primera fue una revolución política pero pacífica cuyo impulso proviene de la disolución de un sistema político internacional como consecuencia de la guerra de los siete años (1756-1763) que se libró en Europa y América y que cambió el equilibrio mundial. En América el cambio afectó a Francia –se acabó la Nueva Francia a favor de Canadá–, a Inglaterra –de la que se desprendió Estados Unidos–, pero sobre todo terminaría por afectar más a España, pues con la caída de la monarquía española en 1808, se desató un proceso encabezado por quienes, alentados por una visión liberal, vieron en las antiguas colonias los posibles reinos de una gran nación española y que tendrían la misma calidad que aquellos que ya existían en la Península Ibérica. De haber salido bien este proyecto, incubado en las Cortes de Cádiz y de donde salió una constitución de lo más radical, la América Española se hubiera podido transformar en la primera mitad del siglo XIX en una comunidad de monarquías nacionales ligadas a España al estilo de la Commonwealth inglesa. El retorno de Fernando VII impidió este desarrollo.

La otra revolución, la armada, fue la iniciada por Hidalgo en el próspero Bajío, la zona más moderna de la colonia y buscaba mayor autonomía local. En su inicio, los insurgentes no dijeron pretender la independencia sino defender a Fernando VII de los “ateos franceses” y de los posibles aliados españoles de éstos, los “gachupines”. Ahora bien, esa peculiar defensa del rey, al incorporar a los indios y mestizos, se convirtió en una rebelión social. Empujado por este carácter de choque violento entre razas y clases, la rebelión se radicalizó y Morelos, en septiembre de 1813 y en sus “Sentimientos de la nación”, ya asentó como primer objetivo de la insurgencia: “Que la América es libre e independiente de España y de toda otra Nación…”

La división política original entre los criollos y mestizos radicales –los insurgentes–, los moderados y los francamente conservadores, se mantuvo después de 1821. Y sólo después de dos invasiones extranjeras mayores y una prolongada guerra civil, finalmente surgió un proyecto nacional políticamente dominante: el liberal, que en 1867 empezó a echar raíces con la restauración de la República. La maduración de este programa culminó en y con el Porfiriato, cuando el dictador logró someter a su arbitraje a todas las fracciones de la élite. Sin embargo, la falta de institucionalización del proceso político y la desatención al tema social en una época de transformaciones materiales relativamente rápidas, hizo que la conmoción creada por la sucesión presidencial de 1910 echara abajo el régimen y se iniciara una revolución.

La Revolución Mexicana se inició como un conflicto al nivel de la élite pero al igual que el movimiento de un siglo atrás, desde el inicio incorporó a elementos de las clases populares y por ello el proceso pronto adquirió el carácter de una insurrección popular con epicentro en los estados fronterizos del norte y en Morelos. El triunfo del carrancismo significó la violenta destrucción de los proyectos más populares y radicales, los encabezados por los hermanos Flores Magón, Villa y Zapata respectivamente. Pero también la Revolución logró la marginación de la vieja oligarquía y de la iglesia católica y luego aplastó al movimiento cristero. La reconstrucción del autoritarismo bajo la dirección de Obregón y Calles significó su estabilización con la creación de un partido de Estado sostenido por organizaciones de masas rurales y urbanas.

La presidencia fuerte construida por Cárdenas, volvió a meter a conservadores y radicales, a empresarios y a sindicatos, en el nuevo gran proyecto nacional, pero tras el agotamiento del régimen en los 1980 resurgió la vieja pugna presente desde la independencia.

Con gran optimismo se pensó que el advenimiento tardío de la democracia política en el 2000 permitiría, por fin, que México contara con una institucionalización que por la vía de la división de poderes, el federalismo y el juego electoral limpio, mantuviera bajo control –autocontrol– la añeja e inevitable disputa por la nación entre radicales y conservadores, entre izquierda y derecha. De haber sido este el caso, el tercer gran proyecto nacional hubiera significado la convivencia constructiva y democrática de la pluralidad política que ha caracterizado desde hace dos siglos a México.

El Atolladero. La deshonestidad, la incapacidad y lo estrecho de miras de la actual clase dirigente, ha resultado ser el obstáculo inmediato mayor para que el bicentenario del inicio del proceso de independencia fuera, también, el tiempo de la consolidación de un proyecto nacional genuinamente moderno y viable. En cambio, lo que tenemos tras dos centenares de 16 de septiembre es el campear de la incertidumbre, producto de la polarización política y social, de la inseguridad generalizada, del desgobierno en varias entidades del país, de la mala calidad de la economía, de la ausencia de una política exterior y del cinismo ciudadano producto de la persistencia de la corrupción en la esfera púbica.

Debemos pugnar porque este sea el tiempo en que ya se tocó fondo y se empezó a retomar la ruta de la reconstrucción nacional que se inició hace dos siglos. Eso se lo debemos a los muertos de entonces, a los mexicanos que están por venir y, finalmente, a nosotros mismos.

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