miércoles, 30 de diciembre de 2009

Si el Estado Mexicano no puede garantizar la seguridad de los ciudadanos, ¿para qué sirve?

El narco se quita la máscara
30 de diciembre de 2009
2009-12-30


El asesinato que cometió un grupo de sicarios —contra la familia indefensa del marino caído en la persecución de Arturo Beltrán Leyva— es un mensaje ya no para las autoridades, el gobierno de Felipe Calderón, las Fuerzas Armadas o rivales de otras organizaciones. Es un mensaje para todos los mexicanos, desde madres hasta hermanos, que dice lo siguiente: cualquiera que se atreva a oponerse a “nosotros” —los cárteles— ya sea por acción, palabra o incluso consanguinidad, terminará muerto junto con todos a quienes ama.


Apenas ayer, en Ciudad Juárez, un comando disparó con ametralladoras contra un camión de la Ruta 1B mientras los pasajeros abordaban la unidad. Fue una represalia porque los camioneros no pagaron las “cuotas” de protección que el crimen organizado les impuso.



Se trata en ambos casos de un escalón más hacia la cúspide de la bestialidad criminal: el narcoterrorismo. Lo que sigue, advierte la Agencia Antidrogas de Estados Unidos (DEA), serán ataques contra civiles en plazas comerciales, puentes, estaciones de transporte público y celebraciones masivas. El objetivo: generar pánico para obligar a la población y a las autoridades a someterse.



La conmoción pública que ocasionó la ejecución de la familia del marino confirma las peores predicciones que se tenían desde hace años sobre la “colombianización” de México, pero lo que todavía no sucede aquí —y que sí ocurrió allá— es la indignación generalizada de la opinión pública en contra de los narcos y su identificación clara, por parte del grueso de la gente, como enemigos del pueblo. ¿Qué desencadenó en el país sudamericano dicha unión ciudadana? El asesinato del periodista Guillermo Cano en 1986, detractor de la corrupción entre la clase política y el narcotráfico, un crimen que estremeció a la sociedad colombiana porque estaba precedido de los homicidios del ministro de Justicia, el presidente de la Corte Suprema de Justicia y el director de la Policía Nacional. ¿Qué hace falta en México para llegar a ese hartazgo, para convencernos de una vez por todas de que los narcos no son hombres de negocios de raigambre popular cuyas hazañas son dignas de admiración, sino mercenarios que están dispuestos a matar a quien sea con tal de conservar su dinero y poder?



Es cierto que el narcotráfico en México es para cientos de miles de personas casa, vestido y comida, pero también lo es que a los líderes de ese negocio sólo les importa el pueblo en la medida en que les sirve como consumidores y carne de cañón. Nada debería tener qué ver en esa convicción la simpatía o la animadversión que tengamos por el gobierno federal y su cruzada antidorgas.



Ojalá no tengan que llegar las bombas a las escuelas y los centros comerciales para que entendamos este problema ya no como una pugna entre gobierno y rebeldes, sino como una lucha entre inocentes y asesinos.

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