miércoles, 24 de febrero de 2016

Bernie y la Nueva Izquierda (I)


¿Qué les pasa a estos chicos?

Tras la celebración de los “caucus” de Iowa, los partidarios de Hillary Clinton se están seguramente preguntando de qué modo quien era antes un obscuro senador de 74 años parece haber captado la imaginación y el apoyo de millones de jóvenes. Las generaciones tienen a menudo perfiles politicos distintos, pero rara vez, si es que ha pasado alguna, ha polarizado más a las generaciones una carrera presidencial que la de Clinton y Bernie Sanders. Desde que aparecieron las encuestas a pie de urna a finales de la década de los 60, no hemos visto nunca nada comparable a la que surgió de los “caucus” del lunes en Iowa: la fuerza de Sanders llegaba al máximo entre el grupo de edad más joven (84 % entre los votantes de “caucus” menores de 30 años) y luego declinaba en cada franja de edad mayor. La de  Clinton, por supuesto, era lo contrario:  alcanza su cima entre los que participan en los “caucus” mayores de 65 años, con un 69%,  y luego va decayendo en cada grupo de edad sucesivo. Sanders obtuvo una clara mayoría de votantes por debajo de los 45 años; Clinton, entre los que rebasan esa edad.  

Un abismo generacional tan ancho como el Gran Cañón parece estar abriéndose en el Partido Demócrata y en el liberalismo norteamericano, de modo más general. Para algunos de quienes se encuentran en campos opuestos, las divisiones parecían enraizadas en ideologías incompatibles y en concepciones estratégicas contrapuestas acerca de cómo promover la causa progresista. Sin embargo, si se mira más de cerca —como deben hacer ambos bandos — la divisoria parece menos fundamental, menos socialismo-versus-liberalismo, menos idealismo-versus-pragmatismo. El Partido Demócrata en su conjunto se está moviendo hacia la izquierda, pero a dos velocidades diferentes. Lo que hace estas diferencias tan intensas es menos un brusco choque de creencias y más el que las divisiones hayan surgido en el curso de una competición presidencial de apuestas casi inimaginablemente altas.   

La izquierda antes de Bernie

Ha habido antes campañas presidenciales cuyos partidarios parecían ser desproporcionadamente jóvenes. En 1968, el reto de Eugene McCarthy a Lyndon Johnson a propósito de la Guerra de Vietnam fue apodado “la cruzada de los niños” (yo era uno de esos críos, y me sumé a los 18 años. Como eramos un séquito peludo en un momento en el que el pelo largo y la barba señalaban el desdén por la autoridad para muchos de nuestros mayores, se nos apremió a ir “Limpios por Gene” [“Clean for Gene”] —con un corte de pelo y un afeitado —antes de salir a patearnos cada circunscripción electoral). Pero ninguna campaña ha atraido una porción tan elevada de apoyo de la gente joven (más exactamente, de apoyo de jóvenes del Partido Demócrata) como la del socialista democrático de Vermont.

Por misteriosa que pueda parecerle a incontables observadores políticas, la “Berniemania” no debería suponer ninguna sorpresa. Durante el último lustro, ha habido pruebas cada vez mayores del giro a la izquierda entre los demócratas y los jóvenes. Tuvimos el movimiento de “Occupy Wall Street”, cuyos activistas eran abrumadoramente jóvenes y cuyo mensaje era acogido positivamente, aunque fueran encontradas las reacciones de la gente respecto a quienes protestaban.  Hemos tenido “Black Lives Matter” [la campaña “las vidas negras importan” contra los asesinatos de  afroamericanos a manos de la policía y otros] y los “Dreamers” [“Soñadores”], nuevamente movimientos de gente joven. Hemos tenido “Fight for $15” [“Lucha por los 15 dólares”], un movimiento por el salario mínimo primordialmente de trabajadores jóvenes de minorías en trabajos sin salida. Y hemos tenido el sorprendente auge de El capital en el siglo XXI de Thomas Piketty hasta llegar a éxito de ventas.

De modo más amplio, se ha producido el surgimiento de una izquierda cívica diferenciada, conforme las grandes ciudades del país han ido quedando bajo control de los demócratas. Hoy, 27 de las 30 ciudades más grandes tienen alcaldes demócratas, el mayor desequilibrio partidista, posiblemente, desde antes de la aparición de la democracia jacksoniana. No todos los gobiernos municipales demócratas son especialmente progresistas, como deja claro el ejemplo de Rahm Emanuel en Chicago. Pero las ciudades que lo son han decretado aumentos, han obligado a pagar los días de baja médica, han “prohibido la casilla” que exige a los demandantes de empleo revelar  sus detenciones, han tomado medidas contra el impago de salarios, y en Seattle han otorgado el derecho a la negociación colectiva en el caso de contratistas independientes. Hasta Emanuel consideró adecuado elevar el salario mínimo en Chicago a 13 dólares la hora.

Allí donde gobierna esta nueva izquierda es que una nueva generación de coaliciones progresistas les ha puesto en el poder. En una ciudad tras otra, con variaciones que dependen de la demografía de cada ciudad, estas coaliciones tienden a consistir en grupos de defensa y derechos de los inmigrantes, organizaciones de derechos civiles, activistas medioambientales, y —por lo general como financiadores principales y actores clave— sindicatos (no se trata tanto, sin embargo, de sindicatos de empleados municipales como de sindicatos del sector privado que representan a la nueva clase trabajadora, en buena medida de las minorías: porteros, empleados de hotel, trabajadores de hospitales). Y precisamente porque los demócratas controlan tantas ciudades y tan pocos estados (solo hay siete estados con gobernadores demócratas y mayoría demócrata en ambas cámaras), las medidas políticas que los demócratas han posdido promulgar en el último lustro han provenido de los ayuntamientos, no de las capitales de los estados, y mucho menos de Washington. Por esa razón, las medidas políticas con las que el partido se identifica han sido más liberales que si se hubieran promulgado a escala federal o de los estados, puesto que los gobiernos urbanos demócratas responden a una base electoral más joven, más políglota, más organizada que la parte correspondiente federal o de los estados. Las ciudades pusieron el salario mínimo a 15 dólares la hora en el orden del día nacional de los demócratas. Son los laboratorios de hoy de la democracia, y en ausencia de gobiernos más centristas en los estados, ellos son los que han empujado el partido a la izquierda.

Por último, el movimiento hacia la izquierda, tanto de los demócratas como de los jóvenes, sobre todo en las cuestiones centrales de clase y poder, ha quedado clarísimo en toda una serie de sondeos en los últimos años. Una encuesta del Pew Research Center de 2011 mostraba que el 49 % de los norteamericanos menores de treinta años tenía una visión positiva del socialismo, mayor número que el de aquellos que tenían una visión positiva del capitalismo. Esto sucedía en un momento en el que el porcentaje de jóvenes que podían señalar a Bernie Sanders en una rueda de reconocimiento era con seguridad de una sola cifra. Un sondeo del New York Times de noviembre pasado mostraba que el 56 % de los demócratas tenía una visión favorable del socialismo: el 69 % de los partidarios de Sanders y el 52 % de los de Clinton. Un sondeo del Des Moines Register poco antes de los “caucus” de Iowa mostraba que el 41 % de los que tenían probabilidades de ir a votar en los “caucus” se autodenominaban socialistas.

Esas cifras —aunque hayan aparecido repetidas veces —tienden a inspirar incredulidad, o como mínimo, confusión en el gremio de los comentaristas. La mayoría de las condiciones previas para convertirse al socialismo o incluso para llegar a simpatizar con el mismo, no parecen existir en los Estados Unidos de hoy. No existe desde luego ninguna organización socialista democrática que ande por ahí reclutando gente en gran número (los “Democratic Socialists of America”, de los que soy vicepresidente, constituyen un pequeño grupo, con presencia minima en la mayoría de las ciudades, y prácticamente ninguna fuera de ellas). El movimiento sindical, que es sólo tácita e implícitamente socialista (y a menudo menos), se ha ido contrayendo durante décadas y no ha hecho sino desvanecerse en regiones enteras del país.

Ciertamente, hay solo un factor que explica esta visión favorable, sin precedentes, del socialismo entre los demócratas y los jóvenes: el capitalismo contemporáneo. La responsabilidad del sector financiero en el derrumbe económico de 2008 y la Gran Recesión, los descollantes niveles de desigualdad económica, la incapacidad de la economía para generar empleos de clase media, el creciente control que ejerce sobre la política y el gobierno, todo esto se suma, para un creciente número de norteamericanos, a una penetrante recusación de nuestro actual sistema económico.
Nadie ha sufrido más dolorosamente que los jóvenes las disfunciones de la nueva economía. Las universidades y los préstamos para estudios universitarios se han convertido en inasequibles, y la mayoría de los empleos a disposición de los licenciados no llegan a ofrecer las oportunidades y seguridad que antaño ofrecían. Los jóvenes que no van a la universidad e intentan accede directamente a un puesto de trabajo después del instituto solo encuentran empleos de bajos salarios y en el sector servicios: el género de puestos industriales de cuello azul hace mucho que desapareció.   

Mucha gente de la izquierda esperaba que el país diera un giro tras el desmoronamiento de 2008, como hizo el país después del crac de 1929. Por el contrario, se vieron sorprendidos por el ascenso del “Tea Party”. Una dislocación grave de la economía, sin embargo, a menudo incentiva el crecimiento tanto de la izquierda como de la derecha, tal como deja claro la historia de los años 30. Que a la izquierda le llevara más tiempo aparecer aquí que a la derecha se puede explicar por el hecho de que la mayoría de los demócratas y liberales creyeron inicialmente que la presidencia de Obama proporcionaría remedio suficiente a los males de la economía. Sólo cuando quedó claro que esos males eran bastante más graves y exigían una cirujía bastante más radical que la ofrecida por la política convencional comenzó surgir una izquierda revitalizada.  

Dada la singular ausencia de un movimiento sindical politizado o una tradición socialista, no debería sorprender ese lapso de tiempo. El “New Deal” no empezó a actuar de modo decisivo en beneficio de la mayoría de los norteamericanos y a expensas del capital —legalizando la negociación colectiva, creando la Seguridad Social, subiendo los impuestos a los ricos — hasta 1935, seis años después del Gran “Crac”. No promulgó el salario mínimo federal hasta 1938. Y del mismo modo que el ascenso de Sanders se vino anunciado por “Occupy”, la “Lucha por los 15 dólares” y una ola de izquierdismo municipal, así el giro a la izquierda del New Deal en 1935 se vio espoleado por las huelgas generales, las movilizaciones de los desempleados, el populismo de Huey Long [gobernador demócrata de Luisiana conocido por sus políticas radicales y populistas] y el malestar general.

Esto es Norteamérica. Aquí los giros a la izquierda —y eso cuando se dan — llevan su tiempo.

Regreso a Port Huron

Con la política generacional aparece la posibilidad de grietas generacionales o sucesión generacional. Esas transformaciones nunca son puramente generacionales, por supuesto. A los demócratas empresariales de los años 20 los reemplazaron los demócratas del “New Deal” de los años 30, pero eso fue principalmente consecuencia de los cambios en la composición étnica y de clase del partido y en la movilización de electorados antes inactivos. Los jóvenes antibelicistas de los años 60, cuyo bautismo político se produjo en las campañas presidenciales de los demócratas Eugene McCarthy, Robert F. Kennedy y George McGovern, llevó adelante una lucha contra una generación mayor, más de “halcones”, que se propagó durante la mayor parte de los 70. Con el tiempo, la mayoría de estos halcones, muchos de ellos destacados neoconservadores posteriormente, acabaron en las filas republicanas.

La grieta actual se produce en un partido que se ha vuelto liberal de manera predominante en años recientes. Las encuestas muestran que el porcentaje de demócratas que se autodenominan “liberales” (por no decir “socialistas”) ha crecido considerablemente en los últimos 20 años. Tras el crac de 2008, y conforme la desigualdad se ha ido volviendo central en las preocupaciones de los demócratas, las fuerzas de la “Tercera Vía” proempresarial que antaño desempeñaron un papel tan destacado en los círculos del partido han ido quedando marginadas. Centros de expertos de centro-izquierda como el Center for American Progress han elaborado documentos en los que abogan por medidas políticas que desplazarían el equilibrio de fuerzas entre clases —al menos de algún modo —hacia los trabajadores. Y economistas de centro-izquierda tales como Larry Summers se han convertido en adalides de los sindicatos y el keynesianismo militante. Los cargos electos demócratas del Sur blanco, que de modo general representaban el ala más conservadora del partido, hoy están casi completamente extinguidos. Y el Sur blanco se ha vuelto republicano de modo casi uniforme.

Pero puede que haya también cismas entre familias liberales e izquierdistas. El clásico cisma de izquierdas —entre la Nueva Izquierda de los años 60 y la Vieja Izquierda formada en los 30—apareció primeramente en 1962 en Port Huron, en el estado de Michigan. Fue allí donde los jóvenes activistas que formaban la estructura de los “Students for a Democratic Society” (SDS) redactaron un documento fundacional que desagradó a sus patrocinadores de más edad por su ausencia de énfasis suficiente en lo relativo a preocupaciones como el anticomunismo y el valor de los sindicatos (vale la pena hacer notar que los primeros del SDS eran, de hecho, prosindicalistas y nada tenían de filocomunistas). En años posteriores, esa hendidura en el seno de la izquierda se ensanchó con la guerra de Vietnam y, con el tiempo, con muchas otras cosas.

Hoy en día, ha surgido un nuevo conflicto generacional en el seno de una institución en buena medida liberal: el Partido Demócrata. Parte de esa grieta tiene su origen en principios ideológicos y perspectivas estratégicas. Pero en su mayor parte proviene de una disputa diferente, de menor alcance, acerca de quién es el mejor candidato para impedir este año una victoria republicana.

Si le quito hierro a a las diferencias ideológicas se debe en buena medida a que durante algún tiempo, la línea entre liberalismo (más concretamente, lo que los liberales norteamericanos querrían crear si fuera políticamente posible) y el socialismo realmente existente (más concretamente, las socialdemocracias de Europa Occidental) ha ido volviéndose cada vez más borrosa. Socialismo ya no significa nacionalización de los medios de producción. Significa un sector público dinámico, apoyado por impuestos generalmente progresivos, que existe en el seno de una economía de mercado para realizar lo que el mercado no hace muy bien, si es que lo hace. Es decir, formar a la gente, suministrar atención sanitaria, proporcionar recursos a los jubilados, niños y desempleados, y socorrer a los pobres. Quiere decir garantizar que los trabajadores tengan capacidad para negociar con sus patronos y, en algunos lugares, contribuir a configurar las prioridades de estos. Afirma que los ciudadanos tienen derechos tanto económicos como políticos.

En ocasiones, a cada una de estas creencias le han dado voz los más destacados liberales norteamericanos, y nadie mejor que Franklin D. Roosevelt, cuyo discurso del Estado de la Unión de 1944 presentaba una defensa de una Carta Económica de Derechos. Cuando Bernie Sanders habló el año pasado en la Universidad de Georgetown para ofrecer su definición de socialismo, declaró que era un socialista democrático de la tradición de Franklin Roosevelt, Lyndon Johnson (creador del Medicare, como apuntó Sanders), y de Martin Luther King Jr. De los tres, sólo King se consideraba en realidad socialista y no le dio publicidad al hecho para que no pusiera en peligro su labor en favor de los derechos civiles y las oportunidades económicas. Cuando a Roosevelt se le pidió que definiera su filosofía, se autodenominó “cristiano y demócrata”.

Pero Sanders no se equivocaba al ubicarse él mismo en el continuo liberal norteamericano. Poca cosa hay en lo que él defiende que no hayan apoyado los liberales y populistas de izquierda norteamericanos de la corriente principal en un momento u otro, de la misma forma que hay pocas cosas que él condene que no hayan condenado también los liberales. Desde luego, los ataques de  Sanders contra Wall Street son decididamente menos vehementes que los que llevó a cabo Roosevelt, que en su discurso de aceptación de la designación como candidato presidencial del partido en 1936 denominó a las élites financieras y empresariales “príncipes privilegiados de las nuevas dinastías económicas, sedientas de poder”, que buscaban “controlar al gobierno mismo”. Roosevelt consideraba a estos financieros una amenaza a la democracia: “el poder político que antaño teníamos”, afirmó, se estaba convirtiendo en “algo sin sentido frente a la desigualdad económica”. La conservación de las “instituciones nortemericanas”, prosiguió, “exige el derrocamiento de esta clase de poder”. Y en su acto final de campaña ante una multitud rugiente en el Madison Square Garden, afirmó que estas “fuerzas del egoísmo y del ansia de poder” están “unidos en su odio hacia mí. Doy por bienvenido ese odio”.

Comparado con esto, lo que dice Sanders parece vino aguado.
columnista del diario The Washington Post y editor general de la revista The American Prospect, está considerado por la revista The Atlantic Monthly como uno de los cincuenta columnistas mas influyentes de Norteamérica. Meyerson es además vicepresidente del Comité Político Nacional de Democratic Socialists of America y, según propia confesión, "uno de los dos socialistas que te puedes encontrar caminando por la capital de la nación" (el otro es Bernie Sanders, combativo y legendario senador por el estado de Vermont).

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