Escrito por  el 29 junio 2014 a las 5:26 pm en EntretenimientoSociedad

Seleccion decepcionMientras en las colonias “del arcoiris” capitalino aún dormían los asistentes a la larga marcha sabatina del Orgullo Gay, en los alrededores del Angel de la Independencia comenzaron a llegar los jóvenes domingueros, dispuestos a celebrar el triunfo de la selección mexicana de futbol y que adoptaron a El PiojoHerrera como el Hidalgo de la República del Balompié.
El simpático Piojo fue adorado, alentado y hasta idolatrado en los bares, cafés, restaurantes y changarros de la Zona Rosa, la Cuauhtémoc, la Roma, la Condesa, la Juárez, antes de que llegara el anticlimático minuto 82 del partido.
Los mariachis callaron cuando Holanda rompió el empate. Las matracas se guardaron. Los gritos y porras de las mujeres futboleras se atascaron con los chilaquiles del almuerzo del mediodía. Y miles de jóvenes que llegaron hasta el Angel sintieron cómo en un domingo se desinfla la ilusión.
El repliegue masivo fue sintomático. Al silbatazo final del partido sólo a algunos les quedaron ganas del relajo o del desahogo. Y llegaron a la avenida Reforma con el único himno mexicano que lo mismo sirve para la victoria que para la derrota: Ay, ay, ay, canta y no llores/ porque llorando se alegran/Cielito lindo los corazones….
El Ay, ay, ay retumbó en el Angel resguardado por granaderos. Si apenas 6 días antes más de 100 mil aficionados coreaban victoria y blandieron una réplica dorada de la Copa del Mundo, ahora sólo cargaban en hombros una réplica gorda de un joven en traje, muy parecido al PiojoHerrera.
“Piojo, Piojo, Piojo”, gritaban las porras de jóvenes que no iban a negarse el placer del relajo y la impostura.
Y, de pronto, la decepción tomó su propia e incómoda porra: “¡Puta, Televisa! ¡Puta Televisa!” y otra más incordial: “¡Puto Peña Nieto!, ¡Puto Peña Nieto!”.
El más respetado fue El Piojo Herrera. Tantos adolescentes que adoptaron en sus sueños al director técnico de la selección mexicana, que sólo quedaba reiterar la ilusión: nos podrán matar la esperanza, pero no al padre adoptivo.