domingo, 2 de junio de 2013

Arnoldo, a la Rotonda de los Ilustres




Jaime Avilés

 Para Martha Recassens

 

Octavio Paz nunca reconoció que, en la segunda mitad de los años setenta, el Partido Comunista Mexicano criticó en forma abierta y enérgica el totalitarismo de Moscú, abandonó el marxismo-leninismo (es decir, el estalinismo), salió de las catacumbas con un discurso propio que formuló 35 tesis específicas sobre nuestra realidad nacional, y se identificó, respecto al Kremlin, con el Partido Comunista Italiano y con el pensamiento de Enrico Berlinguer, que antecedió a la perestroika de Gorbachov y a la disolución de la URSS.

    El artífice de la transformación del PCM, que a su vez modificó la política mexicana, se llamaba Arnoldo Martínez Verdugo, nació el 12 de enero de 1925 en Pericos, un pueblo del municipio de Mocorito, Sinaloa, y murió ayer en su pequeño departamento de Coyoacán. Yo lo quise mucho, trabajé y viajé con él, y en homenaje a su memoria contaré algunas anécdotas que lo pintan de cuerpo entero.

    Una de las 35 tesis que el PCM enarboló en 1979, postulaba que para avanzar hacia la democratización del país era necesario que los curas tuviesen derecho al voto, pues había una corriente que simpatizaba con la teología de la liberación, denominada “cristianos por el socialismo”. Durante el congreso número XIX los cristianos lograron en votación dividida, que el partido incorporara esta exigencia a su programa.

    Poco después, Arnoldo viajó a Italia, en calidad de secretario general del mayor partido eurocomunista de América Latina y al hablar ante un conglomerado de obreros rojos en Milán dijo: “Y en México, camaradas, ¡los curas no tienen derecho al voto!”.

    “¡Bravo!”, gritaron miles de gargantas y dos miles de manos rompieron a aplaudir mientras el gentío se ponía de pie celebrando la magnífica noticia. Imperturbable, Arnoldo esperó a que se apagara la euforia y agregó con extraordinario valor civil: “Pero estamos luchando para que lo obtengan”. Y con admirable decencia, sus oyentes no se atrevieron a abuchearlo.

    Durante los largos años de la clandestinidad, en la época de Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría, maestros de Felipe Calderón en materia de crimen sin castigo y terror de Estado, Arnoldo despachaba en una casita de la colonia Condesa con el radio a todo volumen para que sus diálogos con los camaradas que acudían a verlo no fueran captados por los micrófonos ocultos de Gobernación.

    Era a todas luces un epígono del santo Job: un hombre de paciencia infinita con cara de persona insignificante. Cuando la policía secreta rodeó el lugar donde sesionaban los miembros del Comité Central durante el movimiento estudiantil de 1968, alguien ordenó a través de un altavoz: “¡Salgan! ¡Sabemos quiénes son! ¡Es inútil que traten de escapar o resistirse!”.

    Asumiendo su responsabilidad, puesto que era el líder máximo, Arnoldo decidió salir primero. Y cuando los esbirros de Díaz Ordaz lo detuvieron, uno le preguntó en forma altanerosa: “¿Cuál es tu cargo en el partido?” Con ese rostro cargado de beatitud y de tristeza, Arnoldo respondió: “Soy el secretario, señor”. Al oír esto, el policía informó a su superior inmediato: “Este cabrón dice que es el secretario”. Y como el jefe del operativo lo vio tan modesto, pensó que se trataba de un mecanógrafo y lo dejó ir. 

    La primera vez que viajé a Moscú (porque el vuelo de Aeroflot era el más barato que había para llegar a Roma desde aquí, y además había una escala de 48 horas que incluía hotel y comida gratis en un hotel junto al aeropuerto), me encontré a Arnoldo en el avión pero no en las anchas butacas de primera clase reservadas a los millonarios sino en alguno de los incómodos asientos para el público en general.

    Él iba a Berlín Oriental, a un congreso en honor de Marx con motivo del centenario de su nacimiento, y después de la primera escala, en el aeropuerto de La Habana, cuando el avión subsónico más rápido del mundo se lanzó a través del oceáno hacia Irlanda, las sobrecargos sirvieron la cena y se hizo la noche. Arnoldo sacó de su portafolios un bloc tamano oficio y del bolsillo de la camisa una pluma atómica, se puso los anteojos y comenzó a escribir su ponencia en la oscuridad.

    En Moscú lo esperaban un representante del Politburó y Teresa Gurza, la corresponsal del unomásuno, y su compañero de entonces, Antonio Franco, corresponsal a su vez de Oposición, el órgano oficial del PCM. Todos (yo básicamente en calidad de colado) fuimos trasladados al hotel que acogía a los secretarios generales de todos los partidos comunistas del mundo, donde cenamos como si fuéramos Carlos Slim: ojos de perdiz, filete de reno, champaña y después del postre café y coñac.

    Mientras Tere y Toño me deleitaban contándome detalles peculiares sobre los usos y costumbres de los moscovitas, Arnoldo pagó las consecuencias de su adhesión al eurocomunismo: el burócrata del Kremlin lo interrogó durante tres horas, en un saloncito aparte, y le pidió cuentas de un sinfín de temas, como si fuese un súbdito obligado a responder.

    En otras palabras, no lo dejaron comer ni mucho menos descansar, y entonces lo llevaron al aeropuerto a que tomara su conexión a Berlín. Esa costumbre de escribir sus discursos a mano y sin ayuda de nadie, había exasperado a sus asesores, un año antes, durante la campaña de 1982, cuando tras la disolución del PCM y la reconversión de éste en Partido Socialista Unificado de México (PSUM), fue candidato a la presidencia y obtuvo un millón de votos.

    Noche a noche, o en los trayectos a bordo del autobús El Machete, Arnoldo escribía no sus arengas sino en realidad los pequeños capítulos de un libro que publicó después, una suma de sus ideas políticas y de los objetivos que proponía la izquierda. Recuerdo su intervención, en diciembre de 1981, una noche en Acapulco (cito de memoria): “Si prevalece la injusticia social en México, un día no lejano bajarán los pobres de los cerros y vendrán a comernos para reclamar sus derechos”.

    Era una profecía y sin duda se cumplió: sólo que los pobres no cogieron las armas en nombre de la revolución sino para disputarse las rutas y los mercados de la droga, alimentando esta carnicería que lleva tantos años y no tiene para cuándo terminar.

    Aún veo a nuestro querido Arnoldo, empapado en sudor, aquella noche en el malecón de Acapulco, hablando para tres o cuatro mil personas, ante el imponente anfiteatro de la bahía más linda del Pacífico mexicano. Y lo recuerdo también en el mitin de cierre de campaña, cuando por primera vez desde la matanza del 1968, el Zócalo dejó de ser un espacio exclusivo del presidente en turno y fue recuperado por el pueblo.

    Tres años después los herederos de Lucio Cabañas lo mantuvieron en cautiverio largas semanas, encapuchado, hambriento y sediento, para reclamarle la devolución de 25 millones de pesos. Ese dinero había sido parte de un rescate que en 1974 Lucio obtuvo a cambio de la libertad del gobernador Rubén Figueroa. Como el pago se hizo obviamente en efectivo, el guerrillero Partido le pidió al PCM que le guardara los billetes hasta que pudiera usarlos. 

    Pero como Lucio murió asesinado y pasaron los años y nadie se presentó a recoger el dinero, el PCM compró el edificio de Monterrey y Zacatecas, en la colonia Roma, el mismo al que en 1986 llegaron los ex priístas encabezados por Cuauhtémoc Cárdenas y al repartirse las oficinas encontraron una que les pareció “llena de basura”, de modo que procedieron a tirarla, cosa que hubieran hecho de no ser porque Eduardo Montes, otro de los viejos comunistas de la generación de Arnoldo, se los impidió a punto casi de sufrir un infarto: eran los carteles que de 1919 a 1981 produjo el PCM, el testimonio de todo un siglo de lucha a través de la gráfica popular. 

    Durante el sexenio de Andrés Manuel López Obrador al frente del DF Arnoldo gobernó Coyoacán. Un día invitó a su paisano, Rito Teherán Olguín, a colaborar con él. Rito, que vivía en Culiacán, dejó todo y llegó a su antesala, a reportarle que estaba listo para ponerse a sus órdenes. Pero cuando Arnoldo salió y lo vio ahí sentado hacía ya dos horas, le dijo: “Hola, Rito, ¿qué andas haciendo por aquí?”. En ese momento se le declaró el alzheimer que lo mató ayer. 

    Puesto que su abnegación, su tenacidad y sus ideas marcaron y cambiaron la historia de México, Arnoldo Martínez Verdugo debe descansar en la Rotonda de las Personas Ilustres, entre Tina Modotti y Diego Rivera. Quien suscriba esta petición, puede hacerlo saber en Twitter a través de la cuenta @Desfiladero132
    


Publicado el Sábado, 25 Mayo 2013 01:29

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