domingo, 18 de marzo de 2012

López Obrador y los problemas nacionales

 
Arnaldo Córdova
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En la carta dirigida al vicepresidente de Estados Unidos, Joseph Biden, López Obrador plantea en forma resumida los graves problemas a los que se enfrenta México y las soluciones que propone. En la imagen, en la reunión que sostuvieron el pasado 5 de marzoFoto Carlos Ramos Mamahua
 
Muchos recordarán la propuesta que Antonio Gramsci hacía en el sentido de que en Italia tuviera lugar una reforma intelectual y moral. Él lo planteaba en relación con la crítica del Risorgimento italiano de mediados del siglo XIX y la cultura nacional. Y la definía como una revolución popular que tenga la misma función que la Reforma protestante en los países germánicos y de la Revolución francesa (Quaderni del carcere, Einaudi, Torino, 1975, pp. 318 y 2108). El concepto implicaba un significado que debía abarcar, en su totalidad, la transformación de la sociedad en todos los aspectos de su vida: religioso, intelectual, cultural, económico y político.
La alusión a aquellos dos grandes eventos históricos estaba enderezada a enfatizar que no se postulaba una simple lucha por el poder, sino una transformación de la conciencia y la mentalidad nacionales. Un cambio, en consecuencia, que iría hasta el fondo de las estructuras sociales y no se limitaría a una sucesión de superestructuras o de instituciones políticas. La Reforma protestante había sido una reconversión de las conciencias y los modos de vida; la Revolución francesa, un cataclismo que arrasó con las viejas estructuras sociales de dominación.
Ello debía dar como resultado, según el pensador italiano, una sociedad reorganizada y reordenada en todas sus partes y, en particular, en su vida intelectual y cultural. No había que eliminar nada, pero había que cambiarlo todo. La reforma del Estado (un proceso permanente) sería simultánea con la transformación social y cultural. Todo debía darse al mismo tiempo y todo debía estar interconectado. Para cambiar el mundo había que empezar, empero, con las estructuras mentales y culturales de la sociedad.
Algo semejante ha querido plantear Andrés Manuel López Obrador con su propuesta de una república amorosa. El 6 de diciembre de 2011 explicaba: Cuando hablamos de una república amorosa, con dimensión social y grandeza espiritual, estamos proponiendo regenerar la vida pública de México mediante una nueva forma de hacer política, aplicando en prudente armonía tres ideas rectoras: la honestidad, la justicia y el amor. Honestidad y justicia para mejorar las condiciones de vida y alcanzar la tranquilidad y la paz pública; y el amor para promover el bien y lograr la felicidad (La Jornada, 06.12.2011).
También exponía que su propuesta para lograr el renacimiento de México tenía el propósito de hacer realidad el progreso con justicia y, al mismo tiempo, auspiciar una manera de vivir, sustentada en el amor a la familia, al prójimo, a la naturaleza y a la patria. Que pudo haber usado otra palabra, como se dice también, carece de relevancia; lo que importa es el planteamiento de fondo que encierra: en este país vivimos una decadencia de valores, de falta de solidaridad, de egoísmo ciego, con su secuela de corrupción y latrocinios, de depredación de las riquezas de la nación y del pueblo, que sólo una transformación de las conciencias y el surgimiento de una nueva mentalidad en todos, que sea, a la vez, una voluntad colectiva de querer y de hacer, serán la palanca de un verdadero cambio de las cosas.
Objeto de chistes malos y de inanes cuchufletas, pero casi nunca de verdadero análisis, la propuesta de López Obrador ha recibido de todo: según algunos, no es más que una treta para filtrar el deseo de una reconciliación entre la izquierda que él representa y la derecha más reaccionaria. López Obrador apapacha a sus enemigos jurados y les ruega que ya no le peguen tanto. Otros hablan de una propuesta ambigua y vacua (Pedro Joaquín Coldwell, al que sería inútil pedirle que hiciera un análisis razonado de su dicho). Otros, en fin, hablan del pésimo sentido del humor del tabasqueño, que anda predicando lindezas en tierra de descreídos.
Eso, simplemente, es la escoria de la política mexicana. Hay opiniones, en cambio, que quieren ser serias y responsables. Jesús Silva-Herzog Márquez, por ejemplo, afirma que López Obrador está convencido de que el problema de México es esencialmente un problema ético. Según él, todo se reduce a la honestidad (en la reforma fiscal, en la reforma energética). En materia de seguridad, lo que urge al país es que el bien suprima al mal. En suma, lo que el país necesita es un guía moral: un predicador. Y remata diciendo que en el diagnóstico de López Obrador hay un desprecio explícito a la aproximación técnica a los problemas de México. Quizá la apelación a ese instrumento, fría herramienta moderna, es parte de nuestra crisis moral (Reforma, 12.03.2012).
Silva-Herzog debería leer mejor los documentos programáticos del movimiento lopezobradorista y del propio López Obrador. Quién sabe lo que él quiera denotar por aproximación técnica a los problemas, pero si coincidimos en ello, se dará cuenta de que casi no hay problema sujeto a una propuesta de programa que no se funde estrictamente en consideraciones técnicas. El libro que contiene el nuevo proyecto de nación o los cincuenta puntos del tabasqueño, podrán ser discutibles, pero quieren ser propuestas serias. ¿Que hay mucha imaginación en ellos?, sí, ya C. Wright Mills nos aleccionaba sobre la fuerza creadora de la imaginación sociológica.
Claro que muchos de esos planteamientos riñen con la realidad, pero es la realidad que queremos cambiar. Valdría la pena citar, ahora que se festejan los 200 años de Charles Dickens, lo que uno de los tres examinadores de los niños de escuela dice a Sissy Jupe, en Tiempos difíciles: “‘Ustedes deben ser regidos y gobernados’, dijo el caballero, ‘por el hecho. Esperamos muy pronto un cuerpo realista [of fact], compuesto de comisionados de la realidad [of fact] que obligarán a las gentes a ser gentes de hechos y nada más que de hechos. Ustedes deben descartar por completo la palabra imaginación [fancy]. Ustedes no tienen nada que ver con ella’” (Hard Times, Penguin, Harmondsworth, 1984, p. 52).
En su carta al vicepresidente de Estados Unidos, Joseph Biden, López Obrador plantea en forma muy resumida los graves problemas a los que se enfrenta México y las soluciones que propone (por cierto, en una que sugiere la creación del corredor del Istmo de Tehuantepec, un columnista chocarrero cree ver una resurrección del Tratado McLane-Ocampo). Y escribe: La fórmula es sencilla: el Estado combatirá la corrupción, ahorrará recursos e invertirá con eficiencia. El sector privado, en un ambiente de confianza y certidumbre jurídica, invertirá en México y pagará impuestos. El sector social se involucrará en los proyectos, vigilando su buena marcha y cuidando el medio ambiente (La Jornada, 06.03.2012).
¿En dónde podría verse la reducción de todo a mero problema ético por parte del predicador? ¿Debería, tal vez, proclamarse que la corrupción no es un grave problema nacional o que el ahorro y la inversión con eficiencia es una tontería moralista? ¿El sector privado no debe invertir y pagar impuestos? ¿Es que queremos desparecer de una buena vez al sector social?
Tal vez López Obrador, como escribiera Thomas Mann, hace su propuesta, precisamente, con la astucia que da el amor (José y sus hermanos, cuarto tomo, José el proveedor, Ediciones B.S.A., Barcelona, 2011, p. 373).

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