viernes, 4 de marzo de 2011

Esta jodida costumbre Carlos Murillo Abogado


Los acostumbramos. Lo hacemos pensando que esto es normal, que no hay nada que se pueda hacer. Y así se muere la ciudad; agoniza sin prisa, sin más esperanza que un día, como lo hace la niebla, desaparezca la violencia.

Y en ese camino –nuestra ruta desgraciada–, Esmeralda Cristina no llegó a clases el jueves. En el grupo de primero “B”, sólo sus amigos notaron la ausencia. Y es que a veces los alumnos faltan, esto, de cierto modo es normal, porque las excusas son casi las mismas: “la rutera ya no pasa y si me vengo a pie me asaltan”, “fuimos a enterrar a mi tío porque lo mataron”, “tienen secuestrado a mi primo”, “mi papá no tenía gasolina para ponerle al carro”, “tuve que cuidar a mis hermanitos”.

Pero la vida sigue, aceptamos que somos una sociedad herida por la violencia y hacemos común el dolor. Cada vez es más recurrente la historia de: “lo bajaron del carro”, “tienen miedo de regresar a la casa”, “están amenazados de secuestro”, “este mes no pudieron pagar la cuota”, “les van a quemar la casa”, “pagaron el rescate pero no lo han entregado” y llega la respuesta casi obligada “¡qué mala onda”, “¡qué gacho” y nos persignamos para adentro con esa fe ciega y terminamos pensando que es mejor no pensar. Y nos acostumbramos.

Junto a sus amigas de 14 y 15 años, Esmeralda fue asesinada con la saña que sólo los bestias tienen; a quemarropa y sin mediar palabra alguna, ¿qué puede deber una niña de 12 años?, nada ¡nunca

Y ni siquiera lo sabíamos aquel día. No nos preocupamos porque alguien faltaba en la lista porque en el aparato es un número más, intrascendente, inhumano, es sólo una estadística, eso somos al final de cuentas, en eso nos convertimos. En eso nos convirtieron. Y dicen: “tantos vivos de un lado, tantos muertos del otro, tantas víctimas” y las cifras suben y bajan ¿y qué? Seguimos siendo números.

Pues ese día nos faltó eso, un número. Y se sumó en la otra lista, la de los asesinados.

En la puerta del salón de clases tres adolescentes con los ojos llenos de lágrimas se arrimaron con la cabeza vencida por el dolor, despreciados por una sociedad que no entiende su pena, por un sistema ausente que no escucha el trémulo sollozo de una juventud desahuciada, con su voz apagada dijeron “venimos a pedir una cooperación para comprarle una corona de flores a Esmeralda Cristina”. Recibieron unos cuantos pesos en un bote de aluminio y se fueron.

Grande el ejemplo de esos niños que tienen la madurez para llorarle a sus muertos, que tal vez sea el único derecho que conservamos, al que no debemos renunciar jamás, porque enterrar a nuestras amores y rendirles tributo con una flor es un acto humano. Llorar es una expresión del sentimiento más noble y eso nos hace recordar que estamos aquí y que no debemos permitir que esto pase sin que nadie haga nada, al menos llorar. Pero nos hemos vuelto autómatas de la vida, engranes de una sociedad inerte que ha perdido el rumbo, que está hundida en sus miserias, arrinconada por una gavilla de rufianes que tienen a la ciudad en un puño; lo saben ellos y lo saben las autoridades y contra esa realidad no hay argumentos.

Pero somos más los buenos y somos más los que queremos la paz, sí pero también somos los mismos a los que nos ha vencido la jodida costumbre de ver niños muertos en las calles. Y a eso nos acostumbramos.

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