jueves, 24 de febrero de 2011

“Chaguín” y el narcotráfico Lorenzo Meyer ANALISTA POLÍTICO

Distrito Federal– En una obra de teatro sobre Afganistán titulada “El gran juego” (The great game), el actor que encarna a un funcionario norteamericano, se pregunta: “La cuestión es: ¿Estamos en el noveno año de la guerra en Afganistán o estamos en el noveno inicio de la guerra en Afganistán”. Algo similar puede preguntarse en el caso de México: ¿Estamos ya en el quinto año de la guerra (o lucha) de Felipe Calderón contra los carteles de la droga o en el quinto replanteamiento de esa guerra (o lucha)? Pues la percepción pública es que no hay avance sino todo lo contrario, (El Universal, 21 de febrero).

Oficialmente lo que está ocurriendo en México no es una guerra, pero la verdad es que se parece mucho a una de esas de baja intensidad pero muy compleja: un ejército y una policía en cotidiana confrontación violenta contra organizaciones armadas que les disputan el monopolio de la violencia. Algunas de ellas controlan también trozos de la geografía nacional, decretan impuestos, censuran a los medios de comunicación locales, establecen alianzas con actores internos y externos, etcétera. Por su parte, esos adversarios del poder estatal también están enzarzados en una lucha mortal entre sí. Finalmente, esta la magnitud misma de los combates que se refleja en las bajas del 2007 a la fecha: más de 35 mil muertos y quien sabe cuántos heridos.

Las Cifras. La lucha que se libra en México entre el gobierno, el crimen organizado y entre los cárteles mismos, incluye la lucha por las cifras. Se trata no sólo de determinar las cantidades de droga que se producen, se decomisan y las que llegan al mercado; su valor y, sobre todo, del número de víctimas de la violencia. En este último rubro hay la sensación que hace tiempo que lo cuantitativo –setenta y nueve muertes en un solo día el viernes pasado– dio un salto cualitativo.

Para algunos, el número de muertes producto de la lucha contra el narcotráfico es muy alto y va en aumento, pero para otros ese no es un indicador de que México vaya por un mal camino, pues en términos de asesinatos por cada cien mil habitantes, México no es un caso fuera de rango en América Latina, (véase a Fernando Escalante, “El homicidio en México entre 1990 y 2007: aproximación estadística”, El Colegio de México, 2009). Para unos la violencia se mantiene localizada en ciertas zonas de Chihuahua, Tamaulipas, Durango, Sinaloa, Nuevo León, Guerrero o Michoacán. Para otros, el problema se va extendiendo y, sobre todo, la cultura de la violencia ya echó raíces entre nosotros –sicarear es hoy un verbo que sirve para referirse a una forma de vida– y está trastocando la naturaleza de nuestra convivencia social.

En una situación de normalidad, la autoridad tiene que registrar cada uno de los casos en que un ciudadano muere. Y si esa muerte es producto de la violencia, no sólo se debe registrar sino investigar y castigar al responsable. Sin embargo, en situaciones donde la normalidad se ha perdido, como son las propias de una guerra –internacional o civil–, el número de caídos es tan grande que simplemente ya no es posible a las burocracias llevar bien la cuenta, identificar a la víctima y, menos aún, investigar las circunstancias de su muerte y castigar al culpable.

En México se ha llegado a esa situación donde los muertos son tantos, que simplemente la autoridad ni siquiera es capaz de registrar la existencia misma de las víctimas. De ahí que la impunidad y la impotencia constituyan la pareja de fenómenos que dominan en la visión que los mexicanos tenemos de la coyuntura, (Enfoque, 20 de febrero).

El “Chaguín” o la Guerra Secreta de Sinaloa y otras Partes. Froylán Enciso, un estudiante de postgrado que ya cuenta con varios trabajos publicados sobre la historia del narcotráfico en México, tiene una contribución en un libro de próxima aparición donde precisamente se abordan las circunstancias de una de esas masacres que oficialmente no se han reportado pero que sí tuvieron lugar, (Diego Enrique Osorno, ed., “País de muertos. Crónicas contra la impunidad”, Debate 2011). En un adelanto del libro, titulado “Más muertos de los que se imaginan”, que acaba de aparecer en Gatopardo (febrero, 2011), Enciso aborda el caso de “Chaguín” y, sobre todo, de lo que ello implica, que es mucho.

El hecho que se relata tuvo lugar a finales del 2009, durante una visita de Enciso a su natal Mazatlán. Ahí se topó, vía las famosas “redes sociales”, con una noticia que, expuesta de manera escueta, es así: tras la muerte a manos de los marinos de Arturo Beltrán Leyva, el líder de uno de los grandes cárteles de la droga el 16 de diciembre de ese año en Cuernavaca, la lucha entre los miembros del cartel de los Beltrán Leyva y el encabezado por Joaquín, “El Chapo” Guzmán ­–cártel de Sinaloa–, se intensificó. Y fue justamente después de la muerte de Arturo Beltrán, cuando en el poblado de El Guamúchil, sindicatura de la Noria, en la sierra de Sinaloa, un grupo de El Chapo intentó sorprender a otro de los Beltrán encabezados por “Chaguín”. El plan era que la gente que buscaba a “Chaguín” entrara a El Guamúchil en un camión del servicio local de pasajeros, tomara el poblado y lo eliminara a él y a los suyos; en la operación falló el factor sorpresa y los atacantes no consiguieron su objetivo. Al retirarse éstos del poblado –no sin antes balear algunas casas y autos–, la gente de “Chaguín” los emboscó y, según la noticias difundidas por celular e internet entre los interesados locales, los “beltranistas” mataron “como a cuarenta” de sus adversarios, aunque algunos de los mensajes subidos a la red aseguraron que fueron más.

Para Froilán Enciso, entre los hechos notables del incidente no sólo destaca la magnitud de la violencia, sino que los medios de información local prácticamente no informaran sobre la masacre. En la prensa nacional sólo se consignaría que se encontraron un camión de pasajeros incendiado y un cadáver calcinado, nada más. En contraste, algunos pobladores de ranchos cercanos asegurarían que el encuentro entre los del cártel de Sinaloa y los “chaguines” había durado horas y que los cadáveres de los contendientes quedaron regados en una zona amplia por donde corre el río Presidio. Sin embargo, las fuerzas del Estado simplemente llegaron tarde, constataron y registraron lo evidente y se retiraron pronto, sin investigar a fondo, antes de que cayera la noche, pues prolongar su estadía para ahondar en los detalles de lo que fue un combate en toda forma, resultaba más bien peligroso, pues no controlaban el territorio. Al final de cuentas, en los registros oficiales del incidente, sólo hubo un muerto.

Para Enciso, la confirmación indirecta de la matanza que oficialmente nunca fue, se tuvo el 12 de abril del 2010 en Tepic, cuando tras varias horas de lucha con elementos de la Armada y el Ejército, y donde intervinieron hasta helicópteros, los federales dieron muerte a Santiago Lizárraga, el “Chaguín”, y a varios de los suyos. De inmediato, en Mazatlán, los antibeltranistas armaron una celebración en el malecón: repartieron cerveza con gran liberalidad y levantaron un templete donde una banda tocó corridos de “los ganadores”.

Implicaciones. El caso expuesto tiene varias implicaciones. La obvia es que las cifras subestiman las muertes causadas por esta guerra que no se define como tal. En el caso de Sinaloa, además de los muertos que no se cuentan, está la discrepancia en los datos oficiales: entre 1993 y 2007 la procuraduría estatal reporta un 19 por ciento más de muertes que las cifras usadas por quienes han examinado el fenómeno a nivel nacional. Si hay diferencias similares en otros estados y tampoco ahí se cuentan todos los muertos, entonces estamos peor de lo que oficialmente se asume.

En Sinaloa –y en otras partes– se interpreta la caza de las fuerzas federales a los Beltrán Leyva y a la poca diligencia por hacer algo similar con el cártel de Sinaloa, como una toma de partido del gobierno por un cártel en contra de otro. Quizá la percepción es errónea, pero ya es parte de la realidad.

El “Chaguín” fue un narco sinaloense que optó por vivir rápido y peligrosamente a cambio de aprovechar una de las pocas oportunidades que un joven –treinta y tantos años– de sus condiciones sociales tiene en México para lograr un ascenso social imposible por las buenas. Los federales que lo enfrentaron y eliminaron cumplieron con su deber, pero no modificaron el entorno del que surgió. Debe haber docenas de jóvenes dispuestos a ocupar su lugar. Por tanto, lo realmente importante ya no es acabar con los Santiago Lizárraga de este mundo sino con las condiciones que los crean.

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