miércoles, 15 de septiembre de 2010

Revolución de Independencia Miguel Ángel Granados Chapa


Distrito Federal– Al modo del liberal precursor José María Luis Mora, Luis Villoro llamó Revolución de Independencia a la guerra civil iniciada por el sacerdote Miguel Hidalgo hace dos siglos. Ahora hay quienes reprochan al clérigo ilustrado el haber desatado la violencia y se escandalizan de que las efemérides que festejamos exalten la destrucción, lo que habla mal de nuestra psique nacional. Quienes de ese modo piensan –y muy su derecho de pensar de ese modo, como el de hacer de su cabeza un chongo– parecen no tener presente la ley biológica y social de que todo lo que nace tiene que romper un mundo.

En su momento, dentro de once años, festejaremos también el bicentenario de la consumación de la independencia. Pero ahora es lícito, y debido, recordar con gratitud, y aun ensalzar a los mexicanos que encabezaron la revolución popular de 1810, sin cuya semilla no habría habido fruto en 1821. Se culpa a los insurgentes de la primera hora de haber causado una lucha destructiva que empobreció al país, como si hubiera habido otra manera de romper la dependencia que ahogaba a la sociedad mexicana, crecida al punto de que necesitaba valerse por sí misma y no esperar las decisiones de la Corona española, máxime cuando ésta se hallaba en un proceso de claro deterioro.

Más agobiante que el sofocamiento de las capacidades productivas de los mexicanos (mestizos o criollos) era la brutal inequidad que lastimaba a la mayoría de los habitantes de esta tierra, los indios que habían perdido el suelo en que desarrollaron civilizaciones espléndidas, cuya huella es aun visible en no pocos lugares de nuestra república, entre ellos su propia capital. Es conocida la descripción de esa inequidad salida de las manos del obispo Abad y Queipo, maestro de Hidalgo en el colegio nicolaíta de Valladolid, y quien más tarde lo excomulgaría. Se sabe menos de la creciente conciencia del peligro que la desigualdad generaba. Otro obispo de Michoacán, fray Antonio de San Miguel “hacía una negra pintura de la situación”, según Villoro, que aporta la cita episcopal:

“Casi todas las propiedades y riquezas del reino están en manos (de los blancos). Los indios y castas cultivan la tierra, sirven a la clase acomodada y sólo viven del trabajo de sus brazos. De ello resulta entre los indios y los blancos esa oposición de intereses, ese odio recíproco que tan fácilmente nace entre los que lo poseen todo y los que nada tienen, entre los dueños y los esclavos”.

A la insostenible realidad interna se sumó la fragilidad de la monarquía metropolitana. La expansión imperial francesa pronto traspuso los Pirineos y sometió a una nación donde prevalecían condiciones sociales semejantes a las de sus colonias, una suerte de feudalismo tardío en que multitudes de siervos eran explotados por un puñado de señores que preferían la vida cortesana, lejos de sus vasta propiedades. La dominación francesa sobre España fue la ocasión que los reformistas mexicanos creyeron apta para romper el lazo que ataba a la Nueva España de su metrópoli. Pero el empeño que solemos personificar en Francisco Primo de Verdad y Ramos fue frustrado por los peninsulares en México.

“Si los criollos quieren triunfar –explica Villoro—no les bastará su fuerza propia. Se verán obligados a despertar a otras clases sociales hasta entonces al margen. Así, la represión contra los intentos reformistas, al obligar a los reformistas de clase media a aliarse con las clases trabajadoras, recurso que en años pasados parecía innecesario, daría al nuevo intento de independencia un sesgo diferente al de las demás colonias americanas. Ese proceso aparece claro en la conspiración de Querétaro. Aquí se reúnen regularmente varios criollos. Los más importantes son Miguel Hidalgo y Costilla, clérigo ilustrado, prototipo del ‘letrado’, ex rector del Colegio de San Nicolás de Valladolid, quien gozaba de gran prestigio intelectual; Ignacio Allende, oficial y pequeño propietario de tierras, y Juan Aldama, oficial también, hijo del administrador de una industria. Sus proyectos son similares a los del ayuntamiento de 1808. Hidalgo y Allende habían aceptado un plan, tramado en México, para formar una junta ‘compuesta de regidores, abogados, eclesiásticos y demás clases, con algunos españoles rancios’. De haberse formado, la junta habría reunido a los representantes de los cuerpos constituidos bajo la dirección de la clase media, al través de los cabildos. Pero la conspiración de Querétaro es descubierta. En ese momento sólo queda un recurso. La decisión la toma Hidalgo: la noche del 15 de septiembre en la Villa de Dolores, de la que es párroco, llama en su auxilio a todo el pueblo, libera a los presos y se hace de las armas de la pequeña guarnición local. El movimiento ha dado un vuelco. La insurrección ya no se restringe a los criollos letrados. A la voz de un cura ilustrado estalla súbitamente la cólera contenida de los oprimidos. La primera gran revolución popular de la América hispana se ha iniciado”.

Hidalgo se jugó la vida en ese empeño. La perdió, como la perdieron miles de personas, de uno y otro lado, estuvieran o no concernidas por el movimiento revolucionario. Pero que este era un entallamiento social lo muestra la rápida multiplicación de levantamientos locales por doquier. Hidalgo procuró darle sentido. En Guadalajara legisla y gobierna. Suprime los tributos, la distinción de castas, la esclavitud. Lo hace “revestido por la autoridad que ejerce por aclamación de la nación”. Él no, pero sus ideas triunfarán.

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