jueves, 26 de agosto de 2010

Horror contra migrantes


Miguel Ángel Granados Chapa

Periodista

Distrito Federal– Las setenta y dos personas cuyos cadáveres fueron localizados anteayer cerca de san Fernando, Tamaulipas, eran migrantes indocumentados, secuestrados por una banda delincuencial que quiso extorsionarlos y ante la inutilidad de su exigencia los asesinó. Esos seres humanos padecieron la pena extrema entre las muchas que sufren en su tránsito desde Centroamérica a los Estados Unidos, que es su meta. Pobres entre los pobres en sus países pobres, se convierten en México en los más vulnerables entre los vulnerables. Toda circunstancia trabaja en su contra, y su desprotección es casi absoluta, pues las autoridades migratorias, obligadas a respetar sus derechos como personas son, en el mejor de los casos, desidiosas en el cumplimiento de ese deber y, en el peor, parte de los mecanismos de hostigamiento a los infortunados que intentan cruzar el territorio mexicano, del Suchiate al Bravo. El colmo de los colmos es que a menudo personas, grupos y aun instituciones que pretenden auxiliar a los involuntarios viajeros en desgracia son criminalizados y considerados como cómplices de la trata de personas.

México –su gobierno, su sociedad– vive una bipolaridad atroz ante este fenómeno. Somos al mismo tiempo un país expulsor de su propia gente y el espacio donde los que vienen de otras partes pretenden, como los nuestros, llegar más allá de la frontera, y actuamos en sentidos contrarios según la perspectiva. Nos hiere y escandaliza la conducta de las instituciones norteamericanas, y de no pocos sectores de su sociedad, que agreden a los mexicanos que se internan en territorio norteamericano sin cumplir los requisitos de ley. La reciente reacción ante la ley antimigratoria de Arizona, vigente en general, salvo en sus porciones más ofensivas, que están sujetas a proceso judicial, sintetizó una de las caras de nuestra conducta ante el maltrato a los migrantes ilegales. Pero un maltrato semejante, y aun peor, se asesta en México a los centroamericanos y sudamericanos que pretenden llegar a Estados Unidos. Además de todo, en nuestro suelo sufren los embates de la delincuencia organizada, que secuestran y extorsiones, a veces en complicidad con agentes gubernamentales, cuando no son estos, directamente, quienes practican esos delitos en su contra.

El fenómeno es complejo, pero no podemos decir que desconocido. Algunas de sus manifestaciones han sido explicadas por Jorge Bustamante, que además de conocedor de las migraciones a Estados Unidos en su carácter de académico, lo enfrenta desde su papel como relator especial de la ONU en esta materia. Además de centenares de recomendaciones al Instituto Nacional de Migración, una de las zonas frágiles del entramado institucional al que concierne este problema, en junio de 2009 la Comisión Nacional de Derechos Humanos emitió un informe especial sobre los casos de secuestros en contra de migrantes. Y apenas hace cinco semanas, el 16 de julio, el Estado mexicano rindió ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos un informe sobre secuestro, extorsión y otros delitos cometidos contra personas migrantes en tránsito por territorio mexicano.

La CNDH preparó su informe del año pasado con el propósito de “difundir la preocupante frecuencia con la que los migrantes de origen extranjero afirman haber sido víctimas de secuestro…que en la inmensa mayoría de los casos permanece impune”. También se propuso “alertar sobre la tendencia creciente de secuestros de migrantes y su correspondiente desatención por parte de las autoridades responsables de prevenirlo e investigarlo”, así como “impulsar una actuación inmediata, integral y coordinada de los cuerpos de seguridad y de procuración de justicia para evitar que los integrantes de este grupo vulnerable sigan siendo victimas de secuestro.

El informe tuvo, igualmente, como objetivo “proteger los derechos humanos de los migrantes…mediante la promoción de su acceso efectivo a la justicia y la protección…que está obligado a garantizarles el Estado mexicano” y “sensibilizar a las autoridades y a la sociedad de la gravedad, frecuencia y crueldad con que se llevan a cabo los secuestros de migrantes, para alentar la denuncia ciudadana y activar la acción gubernamental en contra de este delito”.

Este reporte de la CNDH no satisfizo al gobierno federal, según lo expresó en su propio informe ante la Comisión interamericana de derechos humanos, como respuesta a lo dicho en la audiencia pública sobre la situación de los migrantes en tránsito en México, efectuada en marzo pasado. Con un lenguaje ambiguo, el gobierno de México dijo a aquel órgano de la OEA, que “comparte plenamente la preocupación por la problemática del secuestro de personas migrantes y la necesidad de atenderla con urgencia…Sin embargo, no avala ni comparte las cifras de la CNDH debido a que se desprenden de una metodología cuyo propósito no es el de medir el fenómeno con precisión, sino alertar respecto a su existencia y posible incremento”.

El sádico asesinato de 72 personas migrantes, que no pudieron ser extorsionados porque no tenían nada con qué pagar coloca al gobierno mexicano –y a las autoridades locales– más allá de la coartada numérica en que también en esta materia se escuda. La brutalidad de los homicidios nos coloca a todos en entredicho. No hay una complicidad generalizada ante el hecho en particular, pero no podemos nadie condonarnos la indiferencia que en términos sustantivos mantenemos ante esa suerte de genocidio que es el maltrato a los migrantes venidos del sur.

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