jueves, 8 de julio de 2010

Monsiváis en la memoria (2/2)


Miguel Ángel Granados Chapa



Carlos Monsiváis contó entre los firmantes de una declaración, un editorial colectivo, que no vio la luz pública cuando estaba previsto. El 8 de julio de 1976 el golpista Regino Díaz Redondo eliminó por la fuerza la última página de la edición de Excélsior, el periódico que tras el asalto practicado en esa misma fecha dirigiría durante casi un cuarto de siglo (lo que habla de cuán antiguo es el cinismo social que encuentro como uno de los factores de la descomposición de nuestra sociedad, un sentimiento viscoso que todo lo condona). Junto con decenas de articulistas de ese diario, Monsiváis denunció la maniobra del gobierno federal, que culminaría aquella tarde cuando una asamblea manipulada expulsó de su cargo a Julio Scherer, a cuya salida fue acompañado por esos mismos colaboradores y otros muchos miembros de la cooperativa. Y naturalmente se incorporó a la planta de colaboradores de Proceso, con artículos con su firma y, tras un conflicto de Monsiváis con los editores de La Jornada, con su columna Por mi madre, bohemios. Desde que la estableció, se generó entre ambos una suerte de complicidad, porque no todo el mundo, y yo sí, reconocía en ese extraño título uno de los versos del poema de Guillermo Aguirre y Fierro, El brindis del bohemio, que alguna vez intentamos recitar a dúo.

Durante su estancia en Proceso, Monsiváis estrechó una fructífera relación personal con Scherer, de la que el gran periodista debería hablarnos, y que se manifestó asimismo en el ámbito profesional. Publicaron juntos Parte de guerra I y II, crónica y documentación excepcionales sobre los acontecimientos de 1968. Por mi parte, aunque dejé de ver a Carlos debido a mi ausencia de la revista (ausencia temporal, pues sólo duró un cuarto de siglo), seguí su trayectoria en la segunda mitad de los setenta, cuando se inició la publicación de los volúmenes que lo hicieron un clásico de la crónica-ensayo, que fue su género: Entrada libre, Los rituales del caos, Escenas de pudor y liviandad, que habían sido precedidos por la antología de cronistas A ustedes les consta, en que él debió haberse incluido y que preparó casi con igual esmero a su documento de corte semejante sobre la poesía mexicana que al comenzar los sesenta fue una de sus aportaciones principales a la cultura mexicana, aunque no fuera de las buscadas por el público. Como a muchas personas, el bien educado Carlos invariablemente hacía que Era, su editor principal, me enviara sus nuevos títulos, siempre dedicados con amabilidad y a veces con ironía.

En abril de 1982 formamos parte de una alegre tropa que a invitación de la Histadrut, la central obrera de Israel, visitamos durante más de una semana ese país. Rafael Arazi, el representante de esa especie de CTM (pero decente), reunió un grupo de intelectuales y periodistas para que se informaran in situ de la situación de esa nación, asediada por la opinión pública a causa de errores de sus gobernantes. Figuramos en esa variopinta delegación Elena Poniatowska, Anne Marie Mergier, Adolfo Gilly, el propio Carlos, Froylán M. López Narváez, Virgilio Caballero… No sé si para los propósitos de Rafael también, pero resultó un viaje espléndido. Creo que ninguno de nosotros había estado en la Tierra Prometida antes (yo he vuelto media docena de veces, por mi cuenta y al lado y de la mano de Shulamit Goldsmit, mi compañera orgullosa de su judaísmo), y nuestra breve estancia no fue estéril. Encontramos allí a Esther Seligson, amiga de varios de los viajeros y que hace no muchos meses nos abandonó para siempre.

En las tertulias del Ateneo de Angangueo se había esbozado un desafío que tuvo su episodio principal a orillas del Mar Muerto. Caminando a orillas de esa extraña formación lacustre, Monsiváis y yo cantamos a dúo cuantos boleros y canciones rancheras románticas venían a nuestra memoria. Ninguno de los dos fue dotado del sentido del ritmo y de la cadencia, pero se hizo lo que se pudo. Me parece que el cotejo finalizó cuando Monsiváis reconoció que una canción que yo propuse, y entoné triunfal, le era desconocida. Por fortuna para mí, nunca contendí con Carlos en el recuerdo de música vocal estadunidense, en que era también un memorioso experto, mientras que yo lo ignoro casi todo, salvo las tonadas y las versiones en español de algunos números que contaron en el hit parade de los años cincuenta.

A esa circunstancia gozosa siguió, el 30 de mayo de 1984, el momento trágico y doloroso del asesinato de Manuel Buendía. Ambos éramos amigos cercanos del periodista ultimado por la policía política, y ambos sentimos su pérdida muy intensamente. Fue igualmente acusada la indignación que el homicidio nos produjo, y que nos comunicamos en el velorio, encabezado por José Antonio Zorrilla, que no sólo se apoderó de la investigación para evitar que la pesquisa policiaca lo mirara a él y a su grupo, culpables del homicidio, sino también de su sepelio, con la misma intención. Aunque todavía después de ese instante histórico Iván Restrepo convocó a alguna reunión del Ateneo, en su casa, el club que Carlos mismo, el anfitrión y don Manuel habían fundado, prácticamente desapareció entonces, y se dispersó por completo en los años siguientes tras la muerte –esa por fortuna no violenta– de don Francisco Martínez de la Vega y de don Alejandro Gómez Arias.

Aunque en Unomásuno Carlos era más asiduo colaborador de Sábado, el suplemento dirigido por Fernando Benítez, no vaciló en ser parte del grupo que tras la ruptura con Manuel Becerra Acosta fundó La Jornada. De modo que nos encontrábamos desde las reuniones preparatorias, ya sea en Prado Norte o en la calle de Durango, y luego en las oficinas originales del diario, en Balderas y Artículo 123. No obstante la cercanía afectiva que notoriamente nos unía, no nos frecuentábamos, acaso porque no era necesario ya que las circunstancias políticas y profesionales nos aproximaban de por sí. Así fue en 1988, con motivo de la efusión cardenista, y así sería en 1994. Si no me acuerdo mal, los dos fuimos parte de un grupo al que el ingeniero Cárdenas convocó en su casa de Andes, días y aun horas después del alzamiento, para reflexionar en voz alta sobre el significado de la insurgencia zapatista, que halló en Monsiváis la presencia solidaria que todo movimiento de liberación esperaba y recibía de él. Como una muestra de su adhesión a esa causa, y por su interés en las movilizaciones sociales en general, escribió el prólogo de los varios tomos que Era dio a la estampa con las declaraciones y otros documentos del EZLN.

Quizá fue en noviembre de 2007 la última vez que estuvimos reunidos fuera de la Ciudad de México. La Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca hizo a Julio Scherer un merecido homenaje, y Carlos y yo fuimos invitados a participar en la ceremonia. El acontecimiento coincidió con la feria del libro que con éxito creciente organiza un grupo de jóvenes emprendedores e intelectuales. La oferta editorial era tan vasta, y tan intenso el afán adquisidor de Monsiváis –quien no compraba únicamente libros, sino piezas de artesanía y antigüedades–, que pronto se quedó sin fondos. Acudí en su auxilio con un pequeño préstamo que para mi satisfacción Carlos no se ocupó en saldar, lo cual me complació porque, aunque fuera por esa minúscula razón y por un momento quedé convertido, yo que como muchos fuimos deudores de Carlos, en su orgulloso acreedor.

En los últimos años tuve otra gran satisfacción: el recibir distinciones que él merecidamente había tenido antes. Así fue, por ejemplo, con el Doctorado Honoris Causa de la Universidad Autónoma Metropolitana, uno de los muchos galardones con que Carlos fue premiado. Sonreí contento al ver su rostro riente en la pared donde esa institución muestra los retratos de sus doctores honoríficos.

Supe también que Monsiváis había sido elegido académico de la lengua, si bien no ocupó nunca la silla correspondiente. A la hora de su fallecimiento, Margo Glantz, genuinamente entristecida por la pérdida de su amigo dilecto, pidió que la Academia Mexicana de la Lengua publicara una esquela de condolencia, aunque Carlos no hubiera pertenecido a ella. Se equivocaba: Diego Valadés recordó que sí había sido académico, por más que nunca pronunciara su discurso de ingreso.

A propósito de esas distinciones compartidas, y otras que la fortuna me ha ofrecido (especialmente la Medalla Belisario Domínguez, del Senado de la República), Carlos me envió en noviembre de 2008 su libro El 68. La tradición de la resistencia. A modo de lamento y reproche que compartí plenamente, dijo: “Querido Miguel Ángel: Nunca nos vemos, siempre te leo y siempre me enorgullezco de tus reconocimientos. Un gran abrazo. Carlos”. l

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