domingo, 7 de marzo de 2010

Los derechos políticos a los clérigos


Arnaldo Córdova
La iniciativa que Pablo Gómez, senador por el PRD, ha presentado para que sea derogado el inciso e) del artículo 130, que restringe la libertad de expresión y de asociación con fines políticos de los ministros de los cultos, es un remanente de una tradición de los comunistas mexicanos de los años setenta que inspiró y los llevó a aceptarla como bandera de lucha Gilberto Rincón Gallardo. Los argumentos que esgrime el senador en su iniciativa son exactamente los mismos que elaboró desde un principio Rincón Gallardo. Lo digo porque se los escuché desde que Arnoldo Martínez Verdugo me lo presentó en algún momento de 1973 o 1974.

Estaba impresionado por los brotes de rebeldía que se estaban manifestando en la Iglesia católica desde el Concilio Vaticano Segundo y, en particular, de los partidarios de la teología de la liberación. Cuando se fundó el Partido Socialista Unificado de México, del que fue dirigente Pablo Gómez, ellos impusieron por una amplia mayoría esa demanda política, que persistió en la transformación del partido en Partido Mexicano Socialista. Cuando se organizó el Partido de la Revolución Democrática, los cardenistas, que eran una abrumadora mayoría, rechazaron la idea y jamás se volvió a hablar de ella, hasta ahora en que lo hace Pablo Gómez.

Con posterioridad a la presentación de su iniciativa, Gómez ha abundado en sus razones y se pueden resumir en dos ideas muy generales: una, que como auténticos demócratas, no podemos negarle sus derechos políticos a ningún mexicano, sea cura o no; dos, que eso ya está en los regímenes constitucionales de todo el mundo. Esos argumentos yo se los oí a Rincón Gallardo. El verdadero Estado laico es aquél que, precisamente, resguarda y respeta los derechos, políticos y demás, de todo ciudadano. Parece contundente de verdad. Sobre todo, cuando se nos recuerda que somos de los muy pocos en el mundo que niegan esos derechos.

No sé con qué propósito el antiguo militante comunista presentó esa iniciativa, pero que ha tenido un éxito arrollador en todos los sectores de derecha, en primer término, la jerarquía católica y los panistas reaccionarios, así como los neopriístas, como Beltrones que, al parecer, ya prometió su apoyo irrestricto al perredista, resulta más que evidente. Está claro que la iniciativa está en proceso de ser aprobada. En todo caso, los motivos de Gómez son irrelevantes. Importa más bien analizar sus argumentos.

Hay que señalar, ante todo, que no todos los países que tienen mayorías católicas o cristianas se parecen entre sí. Italia y España, por ejemplo, soportan el dominio de sus iglesias porque desde un principio se les ha impuesto, en la primera por negociación y, en la segunda, por la violencia. En Estados Unidos hay un predominio protestante y su situación no es la nuestra (acaso peor, porque los protestantes fundamentalistas dominan su escenario político). En Francia, el país más laico del mundo y el que, en realidad, inventó el laicismo, la Iglesia no es un problema mayor. Sería de mal gusto recurrir a nuestra historia, ahora que está en desuso y hasta es fuente de descrédito ante los derechistas y sus acólitos, entre ellos ahora e inopinadamente Pablo Gómez, pero no hace falta.

Según Gómez, el artículo sexto de la Constitución garantizaría a los curas su libertad de expresión en el lugar (los recintos eclesiásticos) o lo medios que fueren, pero el 130 es una antinomia frente a ese artículo porque se los prohíbe. También deberían gozar de la asociación política personal y libre. Eso, nos dice, está inscrito “dentro de los derechos humanos”. Que el ascendiente de los sacerdotes es un problema, bueno, pues los líderes sindicales también lo tienen, así como los altos funcionarios que manejan el erario. Y nadie les prohíbe nada. Se le olvida que, por lo menos en el caso de los funcionarios, para hacer política partidista deben renunciar a sus puestos previamente.
Afirma también que la profesión (el sacerdocio es una profesión) no debe ser motivo para limitar los derechos y, además, muchos sacerdotes, sobre todo los de la alta jerarquía, no respetan el inciso e) del 130. Esto último es una “hipocresía” que debe ser superada a favor de la democracia. Reconoce que los sacerdotes se oponen “por una tradición” al aborto y a las uniones homosexuales, pero sugiere que hay que ver si ellos están de acuerdo en resolver el asunto en “el terreno de la democracia”. O el senador peca de tonto o nos quiere hacer pasar a todos por unos estúpidos. Parece que no escuchó al cardenal Rivera que nos vino a decir que la ley divina está por encima de las leyes del Estado.

En nuestra doctrina constitucional, que es también y a pesar de todo, historia real y viviente, las limitaciones a los derechos políticos de los ministros de los cultos no son gratuitas ni fruto de un jacobinismo exacerbado. En todos los regímenes políticos regidos por el derecho se lucha por la igualdad de los contendientes políticos y se niega hasta donde se puede el dar ventajas incontestables a algunos de ellos. Los ministros de los cultos, ya lo he señalado, no son iguales a los demás y ello radica, precisamente, en su profesión. Esta consiste en predicar y dirigir las conciencias de sus fieles. Gómez dice que eso lo hacen también otros. Pero todos los que escoge no son líderes espirituales y ahí está la diferencia.

Esa misma profesión es una razón poderosísima para apartar a los ministros de los cultos de la política. Hasta el Código Canónico lo establece con toda claridad, el que es obvio que Gómez no conoce. Las razones de la ley canónica son clarísimas en su texto: la política no es asunto de la Iglesia, sino la conducción de sus fieles, la pastoral espiritual que, por supuesto, tiene que ver con su vida cotidiana, pero que es, ante todo, religiosa. Es con esa base que los clérigos no pueden aceptar cosas como el aborto o el homosexualismo. Y se comprende, pero que se lo dejen para ellos. La Iglesia no puede pretender imponer sus creencias a los demás y que éstos lo acepten sin más ni más. Gómez debe estar soñando si piensa que el clero aceptaría el debate democrático sobre esas cuestiones. El clero no discute, sólo condena al infierno si alguien se le opone.

Alejandro Encinas, con gran tino, ha recordado un argumento que era típico de los liberales del siglo XIX y luego de los priístas todavía fieles a las tradiciones de la Revolución Mexicana, hoy muerta para todos: si los sacerdotes y sus jerarcas se declaran abiertamente súbditos del jefe de un Estado extranjero, el Vaticano (que es, además, monárquico medieval y para nada laico), ¿cómo es que nos están reclamando derechos políticos para ellos, iguales a los de todos los ciudadanos mexicanos? Sería buen principio (sólo en apariencia, visto que son unos reaccionarios enemigos del progreso del país) que renunciaran a ese sometimiento, aunque no bastaría, si se atiende a lo que antes se ha señalado.

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