miércoles, 25 de marzo de 2009

El timorato señor Calderón

Luis Linares Zapata
Desde el mero inicio del proceso entreguista de la banca mexicana, la decisión cupular de los fundamentalistas neoliberales fue cuestionada en dos de sus vertientes básicas. Una, la principal, porque era incongruente con la independencia y soberanía nacionales, ya que ponía al crucial sistema de pagos en manos foráneas. Las matrices tendrían la última palabra en el diseño de las políticas sin ocuparse de su encaje con las prioridades o la estrategia general del país (de haberla, claro está). La segunda razón apuntaba, sin duda, al ineficiente juego que la banca podría jugar respecto del financiamiento del desarrollo. La experiencia ha confirmado ambos supuestos en sus ángulos más negativos. Hoy se cuenta con una banca extranjera voraz y parasitaria protegida por los hacendistas que son, para estos fines expoliadores, sus mejores abogados. La regulación sólo es formulada en la forma de tibias plegarias para que moderen sus utilidades y cumplan sus compromisos con los usuarios y el país.

La crisis actual, y sus secuelas, han puesto de manifiesto la debilidad gubernamental para llevar a cabo sus tareas básicas. Son varios los sectores de la actividad económica que reflejan la incapacidad del señor Calderón y sus auxiliares para responder a los intereses generales. Él, y sus ayudantes, sólo atienden los de sus protectores y mandantes que son, para estos cruciales motivos, los integrantes de la elite decisoria: esa plutocracia que ha incautado, para su deleite, la mayoría de los recursos nacionales. A esta circunstancia, por demás penosa, el señor Calderón añade sus timoratas respuestas a ciertos desplantes del imperio. La decisión del Congreso estadunidense de cerrar las fronteras al tránsito de los camiones de carga de origen mexicano es un ejemplo señero de la incapacidad oficial para salir, con la energía requerida, en defensa de esas empresas transportadoras locales que han sido afectadas por años.

La elevación de los aranceles decretada desde la insignificante oficina del secretario de Economía no es el antídoto que puede doblegar al infractor. Trabajo les ha debido tomar seleccionar aquellos productos de importación que pueden ser castigados sin afectar seriamente al consumidor interno, ante la imposibilidad de ser sustituidos por los productos o servicios propios. Largos años empleados en desmantelar, con persistente coherencia, la fábrica nacional, da sus frutos ineludibles. Mientras, y después de los tímidos pasos ensayados con los aranceles, los camiones estadunidenses siguen, tan campantes, pasando la frontera y subcontratando a los locales. Han relegado a las compañías mexicanas al papel, poco digno, de segundones alquilados. Idéntica situación se observa con las empresas constructoras locales respecto de las extranjeras que ganan los grandes concursos de obras públicas. Los nativos terminan, en numerosos casos, de capataces para el control del personal ocupado o para tramitar los pequeños detalles de las normas que han sido contrariadas.
La intervención de las autoridades hacendarias, ahora en su triste papel de oráculos de la ley que regula el Tratado de Libre Comercio de América del Norte y la actividad bancaria, ha sido de una pobreza jurídica que raya en la complicidad más abyecta con el infractor, en este caso con el gobierno estadunidense por su intervención en el capital de Citicorp, la matriz de Banamex. El malabarismo discursivo del secretario Carstens ha sido torpe y vergonzoso. En lugar de aprovechar la ocasión para empezar a corregir el error de la interesada entrega ejecutada por su antecesor, despliega sus pocas dotes de jurista para acomodarse con los poderosos en turno. Según su postura, se permitirá a Washington incumplir la ley por unos tres o seis años y, de persistir la transgresión, pues que alguien más la corrija porque él ya estará instalado en alguna oficina del exterior donde recibirá el pago correspondiente por servicios prestados. Las controversias que se han anunciado por parte de PRD, Convergencia y PRI terminarán en las manos de una serie de ministros que, para estos menesteres del tráfico de influencias y la cortesanía con sus mentores, son tan hábiles como despreocupados del bienestar colectivo.

En el fondo de todos estos follones se halla la irreductible postura de la plutocracia que padece México por sostener el modelo de conducción económica seguido. Se rehúsa a moderar sus privilegios, aunque sea un tanto. No quiere retocar sus aristas más cortantes, menos aún su injusticia intrínseca. Se muestra insensible a los fenómenos inducidos por su aplicación, muchos de ellos intolerables para la sanidad y continuidad pacífica de la vida nacional. La caída esperada de la actividad económica será mucho más drástica que la reconocida por el oficialismo. Los agujeros que la ejecución del modelo ha ido dejando en el aparato productivo y en el cuerpo social de la República se hacen más notables a medida que se avanza en la parálisis mundial del crédito y el consumo. Además, la administración del señor Calderón todavía no ajusta o aclara sus disonancias ideológicas y programáticas con las políticas y acciones introducidas por el señor Obama.

Con el paso de los días su desgobierno se torna, además, incómodo y poco funcional para sus mismos patrones internos que le lanzan reclamos y desprecios por doquier. Una posición de suma debilidad que la batalla contra el narco poco puede paliar. La falta de una visión de futuro que guíe las actividades gubernamentales agrava la situación imperante y rebela la pequeñez de miras y equipamiento conceptual del ensamble panista que se encaramó, ilegalmente, en el Ejecutivo federal.

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