martes, 16 de diciembre de 2008

Seguridad pública: reconocer y enmendar el fracaso

En un documento que presentó en Culiacán, capital de Sinaloa –una de las ciudades más afectadas por la crisis de seguridad pública que padece el país–, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) señala que en los pasados 23 meses (del 1º de enero de 2007 al 1º de diciembre del presente año) han ocurrido más de 10 mil homicidios vinculados con el crimen organizado, cifra mayor a los de todo el sexenio anterior. Al presentar el informe, el titular del organismo, José Luis Soberanes, dijo que permanecen impunes 98.76 por ciento de los 43 mil delitos que diariamente se cometen en México, y que si al total de ilícitos denunciados se suman aquellos que no llegan al conocimiento de las autoridades, pueden calcularse en 16 millones 500 mil las víctimas anuales de la delincuencia; de lo anterior, el ombudsman concluyó que las acciones gubernamentales “han resultado ineficaces para el combate a la inseguridad; entre ellas, la inclusión de miembros de la fuerzas armadas en tareas de seguridad pública”.

El diagnóstico es demoledor, pero no es novedoso. Hace dos semanas, al cumplirse los 100 días del Acuerdo Nacional por la Justicia y la Seguridad, que se supone habría de arrojar resultados concretos, el presidente del Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal, José Antonio Ortega, acusó al gobierno que encabeza Felipe Calderón de “necear en mantener las mismas políticas y estrategias que han fracasado”.

Al margen de las cifras, cualquier ciudadano sabe, porque lo ha sufrido en carne propia o por experiencias de familiares, amigos o conocidos, que en la actual administración la inseguridad ha empeorado; que la violencia delictiva está más descontrolada que nunca y que ni los operativos policiaco-militares ni los discursos autocomplacientes han aliviado esta exasperante situación.

A estas alturas, los únicos que perciben avances en el combate gubernamental a la criminalidad son los funcionarios responsables de llevarlo a cabo, empezando por el propio Calderón, hecho que genera un doble malestar ciudadano: al sentimiento de impotencia y la desmoralización causados por la acción impune de asaltantes, secuestradores, homicidas, extorsionadores y narcotraficantes se suma la irritación por el empecinamiento y la falta de sentido de realidad de una autoridad que, al elogiar su propio desempeño en el terreno de la seguridad pública, pareciera referirse a un país que no es éste. Así, los gobernantes suman a su ineptitud policial una política de imagen pública que, lejos de generar confianza y certidumbre, incrementa la distancia entre el México oficial y la población, y alienta la zozobra.

Más allá de las palabras, hoy es meridianamente clara la obligación del Ejecutivo federal de abandonar una estrategia que en vez de reducir los índices delictivos los ha multiplicado, y de renunciar a un paradigma de seguridad que se ha mostrado manifiestamente erróneo. Es tiempo de retomar la sensatez y reconocer que las medidas de fuerza policial y militar deben ser consideradas el último recurso para hacer frente a la delincuencia, y que antes es necesario cambiar la orientación económica y social vigente desde el sexenio de Carlos Salinas, la cual ha concentrado la riqueza nacional en unas cuantas manos, ha propiciado la corrupción institucional y privada hasta grados alarmantes y ha hundido a la mayoría de la población en una precariedad sin horizontes, así como en una incertidumbre generalizada y un entorno de jungla y desamparo. Al deterioro sostenido en los niveles de vida, a la privación de servicios públicos de salud y educación, la carestía y la declinación de calidad de la vivienda, el transporte y el entorno, deben agregarse la demolición de la industria nacional, la postración del campo, la desarticulación del tejido social, la desintegración familiar y la transformación del país de un espacio de convivencia, en una arena de competencia desenfrenada.

Los efectos del descalabro económico internacional y nacional aún no se han manifestado en toda su gravedad, lo que hace pensar que, por desgracia, se incrementarán las expresiones delictivas en México. Si el gobierno federal sigue cerrando los ojos a las circunstancias mencionadas, que conforman un caldo de cultivo para las más diversas modalidades de la delincuencia, y se empeña en seguir aplicando un recetario económico perverso, cuyo fracaso ha hundido al mundo en la crisis recesiva actual, no habrá corporación policial ni militar capaz de contener, y menos de reducir, el crecimiento de la criminalidad. Y si la autoridad porfía en su ceguera, es posible que en algún momento la confusión conceptual entre seguridad pública y seguridad nacional –a la que con tanta frecuencia recurre el discurso oficial– deje de serlo, y la violencia delictiva se vuelva una amenaza real para la viabilidad del país.

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