martes, 2 de septiembre de 2008

Los invito a leer esta carta (Del foro del sendero, publicado por el Legio )

Alumbrar a otros
Ximena Peredo
1 Sep. 08

Los ricos también temen. Las marchas y concentraciones realizadas el sábado pasado nos revelaron una trágica coincidencia nacional: el miedo.

Pensábamos padecer a solas la angustia de la noche, pero resultó que, en realidad, todos los mexicanos se acuestan con la misma pesadez en el pecho.

Desde siempre, los pobres de este país cargan su vida callando sus miedos. La novedad es que ahora las clases sociales más favorecidas se confiesen atemorizadas y víctimas de la inseguridad.

Este lazo funesto entre ricos y pobres puede llamar a la empatía social, sin duda. Podría la viuda rica hermanarse con la pobre; podrían los familiares de los desaparecidos políticos acercarse a las otras mesas incompletas. Probablemente esta experiencia nos sirva para reconciliarnos entre clases sociales, entendiendo que el dolor es igualmente pesado y devorador.

La madre sin el hijo siente las mismas ganas de morirse arriba y a la derecha, que abajo y a la izquierda. Esta posibilidad podría generar un verdadero movimiento nacional que fuera capaz de exigir a las autoridades que no puedan que se vayan.

Sin embargo, el miedo también nos puede generar peores desgracias. En un reportaje televisivo, un "experto" en situaciones de crisis y seguridad privada hacía una serie de recomendaciones para prevenir secuestros.

La primera: "Protegerse de la servidumbre". Mientras el especialista hablaba, en la pantalla se proyectaba a una mujer con uniforme de empleada doméstica cruzar una calle, la toma se acercaba hasta ver el blanco brillante de su delantal. La voz advertía que nos cuidáramos de ellos, la servidumbre. Cerré mis ojos.

Imaginé a esa muchacha que sale del trabajo a las siete de la tarde, que padece el transporte público, que llega a su colonia de noche, sin pavimentación ni servicios básicos, que no le alcanzó para llevar más que una pieza de pan para ella y su hijo. Camina a oscuras temiendo ser atacada, asaltada. Ella lleva toda su vida con un largo pliego petitorio, pero nadie la escucha. Ni su seguridad ni su vida han sido defendidas por el resto.

Ellos y nosotros, ésta es la violenta separación que está haciendo añicos al País. La voz monopólica previene: los pobres son el peligro, quieren nuestro dinero. Son capaces de entregarnos, de matarnos.

Y los pobres, ¿a quién temen? A los sueldos miserables, a la falta de oportunidades, a los trabajos insalubres, a que los criminalicen injustamente, a que el patrón abuse de ellos aprovechándose de que su grito no se escucha. Por eso, pedir sólo seguridad no soluciona el problema ni de unos ni de otros.

Las conductas antisociales no se justifican ni por ser pobres, ni por ser ricos, pero en los dos sectores existen delincuentes; por eso, exigir seguridad sólo para mí niega a todos el verdadero acceso a la justicia.

Quienes hoy temen más hondamente por ser secuestrados o asaltados equivocan su estrategia al pedir más policías en la calle, lo que urge es un país más equitativo, con oportunidades para todos, con servicios de salud dignos. La crisis nos regresa a conductas tribales, en las que velamos sólo por lo que está adentro de nuestras paredes y cocheras, no más allá.

Estuvieron ausentes las clases populares en estas grandes marchas del sábado pasado. Tal vez no asistieron porque no se sintieron identificadas con un pliego petitorio que olvidó mencionar el reparto equitativo de la riqueza como una exigencia impostergable y un requisito indispensable para generar paz.

Resulta ingenuo exigir "que la seguridad se convierta en prioridad del gobernador y de todo su equipo de trabajo" y que el Gobernador dedique al menos tres horas diarias al tema de seguridad, porque con esto sólo se está motivando a la coerción, y no a la prevención; a la guerra, antes que a la reconciliación.

Uno de los organizadores del evento en Monterrey mencionó que quería al Gobernador trabajando en un cuartel de guerra contra la delincuencia. Este tipo de demandas encarecen la participación ciudadana y nos convierten en verdugos de la democracia.

Iluminar sólo nuestro alrededor nos condena a perpetuar la violencia.

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